Eran casi las cinco de la mañana y la claridad de un nuevo día empezaba a desplazar los restantes rasgos de la sombra de la noche.
Algunos pájaros habían comenzado su alegre cantar y los gallos hacían gala de su imponente grito mañanero: Kikiriki…Kikiriki…Kikirikii.
Gumersindo, hombre madrugador de aspecto rudo y ordinario ya se había levantado a cumplir con sus faenas diarias típico de los trabajadores de los llanos: arrear el ganado, limpiar el conuco y preparar la tierra para la siembra.
De piel oscura tostada por los intensos rayos de sol, rasgos físicos pocos favorables en el exigente y misterioso arte de conquistar mujeres; nariz chata con grandes aberturas, pelo reseco y ensortijado, dientes grandes y manchados, labios gruesos y de color morado como consecuencia fumar mucho cigarrillo.
La mayoría de la gente del pueblo lo llamaban cariñosamente “Negro Bembón”, de hablar lento y confuso por la costumbre de mascar chimó para espantar las culebras.
Era creencia de los pobladores del lugar que el intenso olor del tabaco y chimó alejaba los malos espíritus. Bastante sacrificio tenía que hacer la señora Flor, su esposa, al tener que compartir la cama y a veces el chinchorro, en sus momentos de intimidad.
Gumersindo, cada mañana se trasladaba desde su conuco hasta el caserio mas cercano. En su vieja bicicleta de reparto distribuía la leche que ordeñaba a varias vacas, las cuales había heredado de su padre Don Esteban, llanero bregador, que había formado su familia con el sustento que le daba la cosecha de su conuco y la abundante y cremosa leche de varias de sus vacas.
Ese, fue el ejemplo que siguió Gumersindo de su padre. En su largo recorrido par la carretera de grazón, pedregosa y polvorienta que tiene el tiempo de su padre se utilizaba para el paso del ganado a pie.
Gumersindo disfrutaba de un hermoso y resplandeciente amanecer llanero. Se oía el canto de los pájaros, el continuo bramar de las vacas, el intermitente ladrar de los perros que se hacían más agudos y agresivo cuando oían el ruido de un motor o la presencia de objetos, animales y personas extrañas.
Al empezar el amanecer aparecían los primeros rayos del sol entrecortados por la abundante sombra de los árboles. Sentía la humedad de la brisa mañanera en su cara y por instantes tenía que sacar el pañuelo para sacudirse la nariz, que le producía estornudos y un flujo por los resfriados del cuerpo, por momentos dejaba de pedalear y un poco tembloroso sacaba de su bolsillo su carterita de aguardiente pa’ echarse un ansiado palo:
¡Ah trago pa’ sabroso! Decía a la vez que secaba la boca con la mano y guardaba con mucho cuidado la valiosa carterita y reiniciaba el pedaleo con mucha energía como tratando de recuperar el tiempo perdido.
Con una sonrisa satisfactoria entre sus labios, comenzaba a silbar su pasaje favorito: Gavilán pio pio…Gavilán Tao Tao…Gavilán Pío Pío…Gavilán Tao Tao..
A mitad del largo y pesado camino, Gumersindo daba fuertes señales de cansancio, por su frente corrían grandes gotas de sudor en forma continua, las cuales le humedecían la camisa y le producían un olor a cebolla picante que ya era característico en él, mucha gente al verlo acercarse exclamaban:
¡Cierren los brazos mijitos que ya viene Don Gume con su violín!
Todo permanecía en silencio. A lo lejos el sonido del motor rompía con la tranquilidad del camino. El ruido se hacía más intenso, cuando el vehículo pasaba a gran velocidad por un lado de la bicicleta: ¡Gumersindo exclamó!
-¡Ay Carajo! Ya me lo imaginaba que era el camión de Don Temistocles que llevaba gente pal’ pueblo.
Los campesinos permanecían agarrados de las barandas traseras del camión y al ver a Gumersindo en la vía, pegaban un grito en forma de coro:
-¡Adioooooos……..DoooonGuuuuume….Nos vemos en el pueblo!
En ese instante, Gumersindo se detenía a la orilla del camino, paraba la bicicleta en los soportes metálicos y se sacudía el polvo de su ropa, esperando que la densa nube de polvo se asentara y lo dejara ver la vía nuevamente…
Gumersindo al llegar a la calle de entrada al pueblo, sentía una inmensa alegría y empezaba a pedalear con más fuerza hasta llegar a la bodega de Don Alberto, donde se abastecía con otra carterita de aguardiente y una cuarta de tabaco antes de empezar a repartir la leche, el suero y el queso.
Las calles de grazón permanecían solitarias. Las casas de bahareques daban un aspectos de abandono. Sus techos de teja, láminas de zinc o de hojas de palma acumulaban una densa capa de polvo amarillento.
El patio de las casas, en su mayoría, estaban cercados con alambre de púas, se observaban muchos animales caseros como: gallinas, cochinos y un burro amarrado de un árbol de mamón esperando una orden de su amo para empezar a transportar la leña, abundaban los árboles frutales como: mango, tamarindo, topocho, caña de azúcar y almendrón que servían de refugio por la oportuna sombra que los protegía de los inclementes rayos de sol.
Casi todas las casas tenían en el fondo del patio un baño a la vez que servía de letrina para que los miembros de la familia hicieran sus necesidades. Sin embargo los muchachos no dejaban los malos hábitos de agacharse en cualquier matorral y dejar los desechos a la vista de los cochinos, los cuales en embestida salvaje los hacían desaparecer.
Estos desechos humanos formaban parte de la comida típica de los marranos, que muchas ocasiones ponían en aprieto a los usuarios que tenían que apurarse ante el gran desespero de estos animales de disfrutar de sus postres.
De la cocina ubicada generalmente en la parte trasera de la casa, salía humo de leña y un olor agradable a café recién colao, los campesinos acostumbrados a madrugar, se tomaban una taza de café cerrero, ensillaban el burro y se dirigían al conuco con machete bien amolado, un garabato y una totuma llena de agua para aplacar la sed cuando el sol arreciara.
Tampoco les faltaba como bastimento una carterita de aguardiente, la masca de chimo y un pedazo de tabaco en rama en el bolsillo del pantalón.
Últimamente se veía en el tranquilo caserío mucho movimiento de gente desconocida venida de otros lugares, específicamente de la zona de Oriente y de Falcón.
Transcurrían los días y ese movimiento de diferentes inmigrantes fue creciendo a tal punto que escaseaban las viviendas para el alojamiento de los nuevos huéspedes, algunas familias con necesidades económicas aprovecharon esta situación para mejorar sus ingresos alquilando alguna pieza o habitación, en algunos casos se incluían la preparación del desayuno y el almuerzo.
La mayoría de los muchachos de la época, salían alegres a recibir a sus padres o familiares cercanos para quitarles la vianda y observar si quedaban restos de comida para comérselas.
Fueron apareciendo puntos de ventas de comidas y otros centros de diversión y ventas de licores, muy concurridos y famosos burdeles de Paraguitos, la taguara, Llano Adentro y la Rochela.
Era costumbres de los adolecentes de la época, acercarse con mucha timidez alrededor de estos sitios en espera de un llamado, si se corría con un poco de suerte de que alguna de estas damas solicitara un servicio extra sin el pago correspondiente.
El mono peluo era un joven muy popular en el barrio paragüitos. Su mamá lavaba y planchaba ropa ajena y sus clientes preferidas eran las prostitutas que le daban regalos a sus pequeños hijos.
Su hijo mayor era Ovidio al cual sus amigos de infancia lo llamaban el mono peluo porque no lo gustaba afeitarse ni mucho menos peinarse y se la pasaba encaramao en los árboles comiendo frutas.
Los clientes de doña Juana le habían tomado mucho cariño a Ovidio y lo mandaban a la bodega a comprar alguno de sus caprichos: Cigarro, alkaseltzer, pan de pavo, refresco, aguas, aguardiente, tabaco, velas, velones y fósforos y le regalaban algo de dinero para que se sintiera contento comprando sus chucherías.
El mono peluo se alegró, y no dejaba de contarle a sus compinches de sabanear burras, que la rabo e mono lo había llamado a entrar para su cuarto. Empezó el relato muy emocionado y con mucho misterio, esto mantenía a los oyentes pendientes de que iba a decir:
-Bueno chico apúrate y termina de contarnos que fue lo que pasó. Asintió el Báquiro. Clemente que era más tímido; preguntó:
-¿Y cuando se desvistió tenía más pelo que tú? Los demás muchachos soltaron la carcajada ja, ja, ja, ja, ja…y respondieron en una sola voz:
-¡Coño!, este bichito si es pajuo. El Mono Peluo se puso un poco serio y continuó con su relato.
-Bueno, amigos la tipa me dejó entrar en su cuarto, andaba con una bata transparente y no se le veía nada debajo, yo creo que no cargaba pantaletas.
Los oyentes continuaron emocionados y los más impulsivos agitaban el brazo derecho y producían un sonido con los dedos parecido a un lepe. Mono Peluo se dio cuenta que ya tenía el control de la situación y continuó el relato más pausado.
-Bueno la mujer buscó la cartera y sacó una moneda de cinco bolívares y me entregó para que le comprara una cajita de cigarros marca Fortuna y una caja de fósforos.
Sus amigos aguantaron la risa y le respondieron casi al mismo tiempo:
-Cónchale mono te vieron cara de mandadero.
El Mono Peluo caminó dando pasos en forma de círculo y dijo:
-Bueno, vale, yo al menos entré al cuarto y pude ver la cama y ustedes están envidiosos.
CONTINUARÁ…
Saúl Sivira / Poeta y escrito nacido en Las Mercedes del Llano.