CRÓNICA / Darién: pesadilla entre lodos y esperanzas

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Darién
Foto cortesía Tal Cual

El Darién no es solo una selva. Es una pesadilla de lodo, peligros y esperanzas rotas que miles de venezolanos cruzan cada año, convencidos de que al otro lado está su única oportunidad de un futuro mejor.

Entre ellos iba Alejandro Rodríguez, un hombre común, con las mismas ilusiones y miedos que cualquiera de sus compatriotas.

Junto a un grupo de migrantes, avanzaba paso a paso, acompañado de la familia Gutiérrez, compuesta por padres bondadosos, hijos pequeños y su dulce mascota, todos con la misma fe ciega en que el sacrificio valdría la pena. Nadie en el grupo imaginó que un día el río se llevaría más que el cansancio

Todo comenzó el 30 de julio de 2023.  El sol de la tarde caía sobre Bogotá, tiñendo de dorado las fachadas deterioradas de la ciudad, cuando Alejandro, un venezolano de 45 años, recibió la llamada que cambiaría su vida.

Al otro lado del teléfono, su mejor amigo, Luis, le hablaba desde Chile con voz cansada, cargada de esa fatiga que solo dejan años de lucha sin recompensa. Ambos compartían la misma frustración: sentían el peso de trabajar en tierras extranjeras sin ver los frutos, asfixiados por un esfuerzo que parecía no tener fin.

—Oye Kundo, ¿por qué no nos vamos a Estados Unidos juntos? Dicen que allá las cosas son mejores —propuso Luis de repente, como si la idea hubiera estado fermentando en su mente durante meses. 

Alejandro soltó una risa nerviosa. —Gasparín, no sé… Dicen que el viaje es peligroso. 

Pero Luis insistió, su voz convertida en un susurro lleno de fe: —Lo sé, pero ya averigüé todo. Con Dios y la Virgen, saldremos adelante. 

Esa noche, Alejandro no durmió. Dio vueltas en la cama pensando, mientras el ventilador zumbaba en la pequeña habitación alquilada donde vivía.

Al día siguiente, llamó por videollamada a sus hijos, que estaban en Venezuela, para contarles la propuesta de su amigo. Su hija del medio exclamó inmediatamente: —Papá, a tu edad ya no estás para aventuras.

Sus otros dos hijos también dudaron; sin embargo, la mayor, a punto de entrar a la universidad, le dijo:  —Bueno papá, al final es tu decisión. Y si te vas, estoy segura de que Dios te protegerá en el camino

Y al final, después de pensarlo mucho, Alejandro aceptó la propuesta. El 20 de agosto de 2023, tomó sus ahorros y partió de Bogotá. El plan era claro: reunirse con Luis en el Tapón del Darién, atravesar la selva panameña, llegar a México, tomar el Tren de la Bestia y, finalmente, cruzar a EE.UU

Tras dos días de viaje, Alejandro llegó a Necoclí, el último pueblo colombiano antes del Darién. El lugar era un hervidero de migrantes: familias enteras, hombres solitarios con miradas perdidas, niños descalzos jugando entre el polvo. Entre la multitud, reconoció a Luis.

Se abrazaron como si llevaran años sin verse. Posteriormente, guías locales los organizaron en grupos para cruzar la selva.

Fue allí donde conocieron a los Gutiérrez: Héctor, un hombre de 42 años, pelo rizado y negro, contextura fuerte; su esposa María, una mujer bajita de ojos grandes que llevaba un rosario dorado en el cuello; sus dos hijos, Stefany y Diego, delgados y de piel trigueña, y Enoc, un golden retriever de tres años que movía la cola sin cesar, como si no entendiera la gravedad del viaje que emprendían. 

El 24 de agosto, el grupo de 20 personas entró a la selva. Desde el primer momento, el Darién les mostró su rostro más hostil: árboles gigantescos cuyas raíces sobresalían como venas de la tierra, un suelo fangoso que se tragaba los pasos, y un aire espeso, cargado de humedad y el olor agrio de hojas podridas. Los insectos no daban tregua; las picaduras dejaban ronchas en la piel que ardían como fuego. 

Los niños de Héctor no paraban de quejarse: —¡Tengo calor! ¡Quiero irme a casa!. María les daba sorbos de agua y galletas de su mochila, mientras Enoc caminaba junto a ellos, sacudiéndose los mosquitos de vez en cuando, como si fuera el único que aún conservaba algo de alegría.

Entre la maleza del Darién, como fantasmas verdes, se veían bultos de lona abandonados a los costados del camino. Algunos, desgarrados por el tiempo, dejaban entrever formas inertes: un brazo rígido, el perfil de un rostro hundido. Eran tumbas improvisadas, montículos que escondían cadáveres de quienes no lograron cruzar. Los migrantes apuraban el paso, evitando mirar demasiado cerca.

La segunda noche del viaje, mientras Alejandro descansaba recostado en una lona, una enorme araña le cayó de un árbol encima. Logró zafarse de esta con un manotazo, justo cuando estaba a punto de picarlo. La ansiedad por lo sucedido lo mantuvo despierto toda la noche. << Esto es un mal presagio>> pensó en medio de la oscura selva.

Para el cuarto día, el grupo se enfrentó a su mayor obstáculo del Darién: un río embravecido, cuyas aguas marrones golpeaban las rocas con furia. Alejandro y Luis lo cruzaron sin problemas, pero al otro lado, la tragedia esperaba.  Enoc, el golden, se giró de repente y saltó al río, como si hubiera visto algo en la corriente. —¡Enoc, no! —gritó Stefany, la hija de Héctor, lanzándose tras él.

Su madre corrió detrás, luego Héctor, y finalmente el pequeño Diego. La corriente los arrastró en segundos, sus gritos ahogándose entre el rugido del agua. Horas después, el grupo encontró a Héctor sentado en una roca, con Enoc a su lado, empapado y temblando. El hombre miraba al vacío, sus ojos rojos de llorar. —Los perdí… Los perdí a todos —susurró, mientras el perro lamía su mano.

Dos días después de la tragedia, Héctor se suicidó en un árbol con su cinturón. No hubo palabras, solo un silencio pesado mientras lo enterraban bajo una lona, la misma que había usado para cubrirse de la lluvia. Alejandro rezó por su alma. Bajo esos pedazos de tela verde, ahora yacía un hombre que había perdido todo, incluso la fuerza para seguir. 

El grupo, ahora reducido a 16 personas, internado en la selva del Darién, continuó su viaje. Enoc, en todo momento, los siguió, especialmente a Alejandro, de quien no se despegaba. Una noche, mientras Alejandro se apartaba del grupo para orinar, el perro se sentó a su lado, observándolo con esos ojos tristes que parecían entender demasiado.

—Vete de aquí, asesino —murmuró Alejandro, dándole un empujón con el pie. 

Pero lejos de irse, Enoc empezó a ladrarle y a intentar jugar, moviendo la cola como si nada hubiera pasado. Alejandro cerró los ojos, agotado, y luego los abrió al sentir algo húmedo en su mano. Era el perro lamiéndolo. Alejó la mano, pero Enoc insistió, buscando su contacto. Al final, no le quedó más que acariciarlo, sintiendo el calor del animal bajo sus dedos. 

El 31 de agosto, tras una semana en la selva, los sobrevivientes llegaron a Panamá. Enoc, ahora apegado a Alejandro, ladraba feliz al ver la civilización. Pero al día siguiente, el perro desapareció. Alejandro lo buscó entre lágrimas, preguntando a los demás, revisando entre los arbustos, pero no hubo rastro. 

Al final, el viaje continuó para Alejandro: tras atravesar Centroamérica en autobuses clandestinos, llegó a México. Allí, unos ladrones le robaron lo poco que llevaba. Alejandro, con los puños apretados, tuvo que seguir adelante, porque ya no había vuelta atrás.

En Chiapas, abordó el Tren de la Bestia, cuyos vagones oxidados se sacudían como animales heridos. Finalmente, el 20 de septiembre de 2023, Alejandro cruzó el río Bravo, con el agua helada hasta el pecho. Al otro lado, agentes de la Patrulla Fronteriza lo detuvieron. Pero era suficiente: ya estaba en EE. UU. 

Hoy, Alejandro trabaja como mecánico y entrenador en un gimnasio de Texas. Logró su sueño americano, pero sabe que el camino no termina aquí y deberá seguir luchando. A veces, su mente vuelve a Héctor, a su familia, a Enoc... Sabe que el sueño americano tiene un precio: algunos lo pagan con dinero, otros con la vida. Pero, ¿valió la pena? La respuesta duele más que cualquier picadura de araña.

Crónica elaborada por Angelys Bastos, Estrella Cermeño y Cynthia Prieto, estudiantes de quinto semestre de comunicación social. Cátedra: Periodismo interpretativo. Unerg.

 

 

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