Gabriela del Mar Ramírez/La palabra ha muerto

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Si la palabra estuviera viva, alguien habría escuchado a Óscar Pérez la madrugada del 15 de enero en su refugio de El Junquito.  Habrían comprendido su petición de rendirse, facilitándole los mecanismos para aprehenderlo con respeto a sus derechos humanos.  Pero la palabra ha muerto y progresivamente hemos perdido sensibilidad a sus significados. Éste no es un fenómeno nuevo.  La palabra es una de las últimas víctimas de la cultura de la muerte porque con su extinción, ella puede avanzar con mayor eficiencia. 

No fue escuchado por sus captores cuando pidió un Fiscal del Ministerio Público para entregarse ni tampoco por el pueblo a quien pidió ayuda cuando dedujo la inminencia de su muerte.  Algunos “influenciadores” de las redes sociales lo habían catalogado como aliado del gobierno para distraernos de nuestra cotidianidad violenta y cada una de sus apariciones les daba material para la confección de “memes” o chistes.

De esta manera formaron una llave con el relato oficial que también ha tenido como principal blanco a la palabra.  Vaciarla de contenido, ahuecarla o despojarla de veracidad ha una de sus especialidades.  Las instituciones del Estado han sido valiosas artífices de ese despojo cuando aseguran, por ejemplo, que ahora la soberanía no es lo que nosotros sabemos que es, sino lo que necesita el poder para mantenerse donde está.  El encuadre forzoso de las palabras para meterlas donde no caben ha terminado deformándolas y destruyéndolas porque ya no significan nada.

Pero no ha sido solo la retórica  conceptual la que ha liquidado la palabra.  La práctica gubernamental de enmudecer las voces distintas es otra sentencia de muerte.  Quienes exijan un amparo para defender el texto constitucional o el Arco Minero no existen porque no serán escuchados, ni siquiera considerados por algún integrante del Estado. 

Aunque los demandantes se cuenten por cientos en una cola frente a un Tribunal, ningún funcionario escuchará lo que tienen que decir.  Esas palabras, que le otorgan sentido al pensamiento de miles o millones están condenadas a muerte.  Y si la comunicación es la única vía que hemos encontrado como sociedad para coexistir ¿cómo seremos capaces de mantenernos en paz siendo inaudibles ante quienes tienen la responsabilidad de regir nuestros destinos?  Somos una masa sin voz. 

No podemos comunicarnos o no nos dejan hacerlo.   El único diálogo permitido se desarrolla en una sala de un país extranjero con una selección restringida de habladores y sin el conocimiento de que esas palabras rescaten el sentido pleno nuestras necesidades reales.

Sin embargo la muerte definitiva de la palabra es la mentira porque construye una realidad ajena al pueblo y la decreta como la nueva “verdad” a ser divulgada por todos los medios oficiales.  Quienes contradigan esa prédica deben salir del aire, tal como le ocurrió ayer a Alba Cecilia Mujica, trabajadora de un canal “privado” por más de tres lustros. 

 A través de la mentira, nuestro pueblo está feliz y alimentado con la bolsa del CLAP que recibe a través de la vanguardia organizada.  Ninguno tiene hambre o padece necesidades.  Tampoco existen enfermos que esperen por medicinas y el sistema de salud nacional funciona como un reloj suizo. 

No importa lo que la gente padezca porque eso no existe en el discurso oficial.  Cabe preguntarse si no es una clara forma de violencia el despojo de la capacidad de reclamo de un sector mayoritario de la sociedad y si no fue precisamente esa invisibilización durante décadas lo que favoreció la incursión de Chávez en la arena política nacional. 

Hoy, que nadie escucha a los familiares de los jóvenes abatidos en El Junquito que exigen la entrega de sus cuerpos, es nuestra responsabilidad hacer que la palabra recobre su sentido y restaurar la equidad y la justicia en la comunicación para evitar la violencia que puede desencadenar el desconocimiento deliberado y persistente de los otros.

 Gabriela del Mar Ramírez exclusivo para Punto de Corte

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