Habían pasado cuarenta años de trabajo y Pedro Damían seguía en Cerro Seco trabajando lo mismo que siempre, pero las hijos e hijas crecieron en pobreza multiplicada. Los muchachos debían ir a la escuela y las hijas querían casarse y en aquellas soledades ya no había hombres ni mujeres, solo ellos quedaban ellos, él que ya estaba viejo y se enfermaba con frecuencia y se complicó con una apoplejía que lo obligó a pasar unos días en el pueblo, “arrecostado” donde familiares y la doña también con achaques de una artritis deformante.
Pedro consiguió que un hijo del Don Esteban le diera un pedazo de tierra para hacer un rancho cerca de sus viejos vecinos y del pueblo para alentar a la familia con lo poco que podía producirse. Las muchachas a trabajar en casas ajenas y los varones a trabajar de peones jornaleros, para sostener a los viejos y a sus propias familias.
Cerro Seco había quedado atrás, nada más que en la memoria y el recuerdo de vivir en el campo. Muchas veces Pedro, ya viejo, se asomaba a la ventana a mirar en la distancia el Morro Pando y pensar en voz baja: “viví y moriré como quiera Dios, pero me hubiera gustado morir allá donde deje parte de mi vida, donde regué con mi sudor la tierra que hizo vivir a mi familia pobremente”.
Esas palabras silenciosas, eran susurros que Pedro Damián evocaba recordando los tiempos que se fueron. Ya estaba cansado de tanto trabajar, ya nada era igual, el dolor de sus coyunturas, sus convulsiones, la artritis deformante de la doña dejaron efectos irreparables que disminuían sus capacidades motrices.
Estar lejos de sus sitios originarios, en aquel pueblo donde la envidia, el chisme y la perfidia eran cotidianidades, no le gustaba aquello, no escuchaba a las guacharacas cantar, ni a los perros llamarlo para alentar el camino de la montaña, era como acercarse a la muerte, además que todo lo que él había cultivado, toda su cultura estaba en aquel campo.
Dejó de recibir el viento barloventeño fresco que le traía la montaña, ya no lo tenía en la cara sino en la mente.
A veces que llegaban los muchachos, especialmente Juan Esteban, que había aprendido a tocar violín con el viejo Apolinar Ramírez, entonces se ponía a escuchar aquellas melodías viejas de cuando hacían bailes en tiempos de navidad. Sus recuerdos reparaban los malos tiempos que le tocó vivir, y su memoria alentaba las ganas de volver a Cerro Seco que era como volver a vivir, pero era demasiado tarde, toda su energía se quedó en los conucos, en las centenares de estillas que le toco cortar y clavar en la tierra dura y seca, en los talos de montaña que ahora eran grandes pajales para el ganado del Don. El mismo Don se había ido también a los lados de Dios.
Un día se despertó muy temprano y resolvió volver con su mujer a Cerro Seco a seguir la misma vida que siempre tuvieron, alejados del imperio de las competencias por trabajo, labrando su propio albedrío con la poca fuerza que le quedaba.
A los días amaneció contento de volver, cantando y haciendo chistes para que Porfiría riera y se le hiciera la vida más llevadera en aquellas soledades. Desmatonó el mismo conuco que tanta vida y alimento le había dado y comenzó a recoger el monte para quemarlo y dejarlo listo para cuando entraran las aguas y sembrarlo.
Al regresar de su última faena se sentó, colgó el sombrero de fieltro negro y Porfiria le trajo café caliente, se sentó a su lado y Pedro le contó que había soñado que le vinieron a traer un papel que le decía que todo estaba listo para su viaje. Entonces le pidió que se sentara en sus piernas y que lo abrazara, ella accedió y Pedro abrazándola le dijo: “vieja quiero que me perdones por todo lo malo que te he hecho, las borracheras, la pelas que te eché, quiero que me perdones” entonces Porfiria se levantó y le dijo: “Yo no te puedo perdonar porque eso solo lo hace Dios el que está arriba” señalando al cielo.
A los días Pedro Damián y Porfiría salieron para el conuco a sembrar el maicito, una nube oscura se montó sobre el cielo, presagio de lluvia, buen día para sembrar. El comenzó a surcar la tierra, la línea de siembra con una chícura vieja con cabo nuevo, Pedro Damián iba adelante y ella atrás soltado las semillas, cuando de pronto, la señora vio que Pedro se cimbró de la chícura y cayó de rodillas al suelo balbuceando unas palabras que no llegó a entender, era un infarto fulminante.
Porfiria vio cuando cayó el hombre y del susto se llevó la mano a la boca, entonces se encimó sobre él, buscó el sombrero que estaba colgado en un horcón y comenzó a abanarlo, pero Pedro Damián volteó los ojos, ya estaba tendido largo a largo, lo llamó, lo tocó, estaba frío, no reaccionó, entonces salió corriendo a buscar auxilio.
Para cuando llegaron ya Pedro se había sembrado en aquel conuco de maíz, quedó plantado con sus últimos sudores, sin más nada que su pobreza, quedada sobre la tierra.
Sus postreros suspiros de vida se los llevo la brisa, más nada tenía sino su propia fuerza ya vencidas, la misma que le ayudó a labrar ese pedazo de suelo que ahora lo soportaba inerte, ido y consolado por las nubes llenas de agua que pasaron sin mojarlo, sin lluvia, sin retorno.
“Pobre mi maíz que has de crecer, con el sudor de mi cuerpo ido, mi sangre cual barro del olvido. La tierra con mi muerte he sembrado, con homos humos fertilizado, dale tierra, a mis hijos la cosecha, que ya cruce de pobre la última brecha, no los quiero desamparados ni de montes lastimados, que sobre este suelo acostado, mi corazón ha descansado mas nada puedo dar, todo lo he dado, porque semilla pobre he sido, más sabes que del tiempo pasado, mis fuerzas entregué fenecido, y mi sangre se dijo no valía, solo para engordar la plusvalía. Allá arriba estaré pestañando como la estrella de Belén, velando porque todo vaya bien para mis hijos y mi vieja.”