PEDRO CALZADILLA / Crónicas de Altagracia de Orituco: Los bizcochitos de manteca o bizcochitos de San Rafael

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Todos los días y a cualquier hora podíamos tropezarnos en las calles de Altagracia con vendedores y vendedoras ambulantes que voceaban sus mercancías a todo pulmón:
–¡Raspaos, raspaero! ¡Rúcanos! ¡Empanaditas dulces! ¡Cambures maduritos!
Ofrecían estos y otros muchos productos, generalmente comestibles, en lo que todos conocíamos como “ventas”.
Había, sin embargo, algunas de estas vendedoras que, infructuosamente, intentaban pasar desapercibidas; trabajadoras en su mayoría jóvenes, que llegaban desde San Rafael por el paso de La Cumana, con sus cestas mantenidas en equilibrio sobre sus cabezas.
El peculiar proceder de estas vendedoras tenía su explicación en el hecho de que la mercancía que ofertaban tenía muchos compradores.
No era necesario vocearla. Ellas se limitaban a ir de casa en casa, entregando a sus clientes los pedidos que habitualmente les hacían con anterioridad.
Y esa singular demanda obedecía a que en el vecino y querido pueblo producían un pan de trigo, tanto dulce como salado, de excelente calidad. Y si no me equivoco, creo que todavía lo confeccionan.
Entre sus productos el de mayor demanda y popularidad, al menos entre los niños, eran los bizcochitos de manteca, también llamados bizcochitos de San Rafael.
Un pancito redondo de unos ocho centímetros de diámetro, bien tostado y durísimo, tanto que para partirlo había que golpearlo con el puño sobre la mesa y, al hacerlo, se desmoronaba en múltiples trocitos, que por lo general los niños comíamos con la leche y los adultos con el café.
A mi casa iba casi siempre la misma vendedora a llevar el encargo semanal: pan dulce y salado y los infaltables bizcochitos de manteca.
De los panes salados mi madre, con su firme espíritu solidario y cristiano, siempre guardaba uno para las hermanitas de los pobres, que recogían alimentos los sábados para las personas más desamparadas.
Lo extraño de esta circunstancia era que siendo San Rafael un pequeño pueblo, en aquellos años 40 tal vez un poco más pobre que Altagracia, sus pobladores tuvieran la costumbre de producir y consumir pan de trigo en vez de nuestra ancestral arepa, tomando en cuenta que el trigo era muchísimo más costoso que el maíz.
A continuación, utilizando algunos datos históricos y en pocas líneas, haremos el intento de encontrar la causa de esta diferencia en los gustos culinarios de dos poblaciones nacidas en fechas muy próximas y bajo la influencia de una idéntica cultura colonizadora.
Después de que Sebastián Díaz de Alfaro y sus hombres descubren la existencia del hermoso y fecundo valle del río Orituco, la hostilidad de los indios les impidió fundar un pueblo, por lo que éste decidió continuar hacia el sur buscando un lugar apropiado.
Después de varios intentos fallidos, finalmente nace San Sebastián de los Reyes en el año 1585, y desde esa villa se procedió a la ocupación de las riberas del Orituco, mediante el reparto de sus tierras y el otorgamiento de encomiendas de indios a los capitanes de las conquistas, en retribución a los servicios prestados durante ese período.
La hostilidad de los habitantes autóctonos del valle del Orituco, en su mayoría indios guaiqueríes, impide a los encomenderos construir sus viviendas dentro de sus nuevas propiedades, por lo que las autoridades coloniales deciden fundar San Miguel del Rosario en 1676; efímero poblamiento hecho con la intención de que los colonizadores pudieran tener un sitio seguro donde establecer sus hogares.
Pero de nuevo la hostilidad de los guaiqueríes los obliga a desistir. Unos pocos años más tarde los colonizadores fundan a Nuestra Señora de Altagracia como pueblo de doctrina.
Esta realidad induce a los nuevos hacendados a levantar sus viviendas en terrenos de la encomienda de San Rafael, con la anuencia de su propietario, y allí se agruparon para protegerse unos a otros de la hostilidad de los indios.
Al poco tiempo, este poblamiento espontáneo recibió el bautizo real y, de esa forma, quedó oficializado San Rafael como cabecera del Partido de Orituco, siempre dependiendo de la Villa de San Sebastián. Así fueron los inicios de estos dos pueblos hermanos, uno como pueblo de indios y el otro como asiento poblacional de los conquistadores españoles.
Pero el problema no quedó totalmente resuelto: los indígenas encomendados también se negaban a trabajar las tierras de las que habían sido desalojados, lo cual obligó a los invasores a traer esclavos negros desde Barlovento para atender sus plantaciones de cacao.
Pero los esclavos negros no sólo fueron dedicados al cultivo de la tierra, sino que también los españoles los llevaron a sus hogares, para que realizaran las labores domésticas.
Por lo que San Rafael, en sus primeros años fue un pueblo de españoles y negros africanos. Después de la Independencia, con el colapso del comercio del cacao, muchos hacendados españoles y criollos emigraron de San Rafael, pero dejaron bien arraigadas en esa comunidad algunas de sus costumbres y gustos culinarios, entre ellas el consumo de pan de trigo.
Ahora, volviendo al tema de esta crónica, de todas las golosinas y productos que ofertaban los vendedores ambulantes de aquellos años, la mayoría de los niños preferíamos los “raspaos” que, además de sabrosos, eran muy baratos.
Esos vendedores deambulaban por las calles empujando una carreta en la que llevaban envuelta en sacos una panela de hielo que raspaban con un cepillo de metal, de allí el nombre de “raspao”.
Su contenido lo vaciaban en vasitos cónicos, para luego empaparlos con el jarabe que, casi siempre, tenía sabor a frambuesa.
Había una vendedora que merece mención especial y a quien sólo conocíamos por su nombre: María Enriqueta. Ella recorría las calles del pueblo todos los días, y los sábados y domingos por las noches se apostaba a las puertas del cine Ayacucho con sus “ventas”, constituidas por los exquisitos dulces que confeccionaban “Las Osío”.
No pocas veces fui con mi padre y mis hermanos a San Rafael a comprar bizcochitos de manteca, paledonias, “guargueros”, y muchos otros dulces, en las casas donde honestas y laboriosas familias, descendientes de los antiguos pobladores españoles y africanos, aún mantenían viva la tradición hispana de hornear y consumir alimentos derivados del trigo.
 
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