Caracas.-La nueva comedia adolescente de Netflix, heredera moderna de John Hughes, sigue confirmando a la plataforma como el espacio de acogida del género en estos tiempos de profundo cinismo.
Es un hecho: Netflix está revitalizando la comedia romántica contemporánea. Y no creyéndose mejor que ella, sino siendo fiel a lo que siempre ha sido mientras le quita lo que en muchas ocasiones le ha sobrado: sexismo, toxicidad y poca diversidad. No siempre lo consigue, pero sí lo hace con A todos los chicos de los que me enamoré, que se une a otros títulos recientes como Cómo deshacerte de tu jefe, La increíble Jessica Jones o Alex Strangelove para confirmar a la plataforma como el espacio de encuentro de ese género tan injustamente maltratado. Un género que sólo necesitaba modernizar sus visiones sobre el romanticismo en unos tiempos profundamente cínicos. Que comulgues con sus personajes o no, es otra cuestión.
Basada en la novela de Jenny Han, conocemos a Lara Jean Covey (Lana Condor), una joven que no se atreve a trasladar las aventuras que lee en sus libros a la vida real, y se dedica a escribir cartas a sus amores que nunca envía. Vive, literalmente, dentro de su cabeza y su desordenada habitación. Sin embargo, su hermana pequeña está decidida a que eso cambie, y lanza esas cartas prohibidas al correo para obligarla a afrontar de una vez sus sentimientos. Esto afectará, sobre todo, a dos chicos: el reciente ex de su hermana, Josh (Israel Broussard), de quien cree estar enamorada, y un antiguo crush, Peter (Noah Centineo), que la ayudará a evitarle a través de un clásico del género: fingir una relación amorosa -él, para poner celosa a una chica; ella, para convencer a Josh que no está colada por él- y acabar enamorándose perdidamente el uno del otro. Lo predecible no le quita encanto.
Ahora bien, en Jenny hay mucho más que una típica romanticona que debe abrirse al mundo. Habitualmente, en las películas adolescentes clásicas, esto requeriría de un cambio de imagen -el complejo de Betty la fea- para que el mundo la acepte. O esconder quién es, sus gustos extraños y su afición por las novelas románticas. Pero Jenny no tiene que cambiar nada de eso: es un reflejo de la “heroína” de Dieciséis velas, a la que se cita en diversas ocasiones. No se aleja de aquella Molly Ringwald demasiado vergonzosa para mirar a la cara al chico que le gusta. Pero aquí, además, esta cita nada aleatoria viene a reivindicar sin mucha pompa y circunstancia otra situación: la representación de los asiáticos en el cine estadounidense. Si recordamos, en aquella película de 1984, conocíamos a Long Duk Dong (Gedde Watanabe), un estudiante de intercambio chino que aunaba todos los estereotipos que pueden imaginarse. Al verlo en la pantalla del salón de la casa familiar, y compararlo con cómo Lara Condor protagoniza este filme (¿el primer romance teen norteamericano liderado por asiáticas-americanas?) nos damos cuenta de que algo ha avanzado.
La otra imagen externa que vemos en la película es de Las chicas de oro, con la que las hermanas se están haciendo un buen maratón de fin de semana mientras la pequeña lleva una camiseta donde se lee Girl Power. Sí, es un feminismo de postal, que en la trama no se oferta como el pescado del mercadillo: es algo ya orgánico en su mecanismo. El personaje de Christine (Madeleine Arthur), por ejemplo, no necesita de ninguna validación ni consigna del movimiento, porque ya es profundamente feminista simplemente por ser ella misma. En la protagonista, en cambio, hay más viaje, más cambios internos, pero nunca externos. Es una película en la que una adolescente evoluciona y toma decisiones para ser más feliz. Se conoce a sí misma, y su miedo a la pérdida a raíz de la muerte prematura de su madre, y avanza en consecuencia. Esos cambios respecto a otras rom-com adolescentes son sutiles, pero importantes. Y, al final, A todos los chicos de los que me enamoré tiene aquello que caracteriza a las mejores y más puras muestras del género: un luminoso halo de esperanza y alegría. El romanticismo feliz no ha muerto.
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