Dije que con él se iba gran parte del sol mercédense. Pero también bastante de una leyenda. Nuestros vecinos del frente formaban un hermoso núcleo familiar, de raigambre llanera, originarios de Chaguaramas y asentados en ese sur, al que nunca fuimos y sonaba grato y llamativo, que ellos llamaban Juan Paulino.
Residía indomable e irreductible, por allá, hasta donde recuerdo, la abuela de Víctor, del mismo nombre que su hija Mercedes Rojas de Pérez, si mal no recuerdo.
La vi una vez con esa reciedumbre, que no derribaba nada. Anoté en alguna parte sobre un linaje cerrero que alcanzaba a gente blanca asentadas en aquella soledad.
Pérez que se disemina por todo el corazón de la estepa y Peraza, que hasta donde sé son parientes del que enclaustran en Cuba por revolucionario y Humboldt le lleva un recuerdo desde Villa de Cura.
Fuimos “pana burda” de estos Pérez: los mayores jugaban baraja en la casa donde fallece don César y doña Mercedes hacía oficios con inquebrantable gracia y buen humor. Mi hermano Alirio jugaba con Efrén al policía librao en un solar cercano y yo me deleitaba con la casa que Víctor armó en un árbol.
Sacerdote ya le oí orgulloso de esas habilidades constructoras. En tanto que en la escuela, jefaturamos una vez bandos opuestos en las pugnas a terronazos y guácimos, pero nos íbamos juntos hasta nuestras casa, como nada. Por lo cual cuando se fue al seminario, no me quedó dudas que el Dios verdadero tenía tan buen humor como él.