Colombia.- Rapear, surfear y estrenarse como padre a los 25 años se convierten en hazañas cuando, por un mal congénito, no se tiene la mitad del cuerpo. Alfonso Mendoza añadió a su historia otro capítulo: el de migrante en Colombia tras huir de una Venezuela rota.
Un día este joven de cabello ensortijado y brazos fuertes y tatuados decidió llamarse Alca, una contracción de las primeras letras de su nombre y las de “camino”.
A Alca le entusiasma rodar por la vida, ya sea en su patineta o de vez en cuando en hombros solidarios.
Así, rodando y sonriendo, llegó hace nueve meses a Barranquilla, la ciudad portuaria más grande del Caribe colombiano.
Cuenta que lo hizo atravesando cientos de kilómetros por uno de los peligrosos atajos fronterizos que hierven bajo el sol desértico de La Guajira. Aunque tenía pasaporte, prefirió tomar el riesgo para poder meter algunas artesanías para la venta.
Un plan de fuga que dejó de ser excepción.
“Me vine como ilegal, por trocha, al igual que como también se vino mi esposa, fue rudo por la guerrilla (colombiana), por la Guardia Nacional” de Venezuela, recuerda Alca en una entrevista con AFP.
Alca dejó atrás una Venezuela postrada por la escasez y la hiperinflación, donde en tiempos mejores podía ganarse la vida con sus conocimientos en diseño y como conferencista de superación personal.
Pero “en el momento en que me enteré de que iba a ser papá, tuve que venir a Colombia”.
En su país, reconoce, no tenía cómo ofrecerle un “mejor futuro” a su compañera Mileidy Peña y a Auralys, la bebé de ambos que nació el 21 de septiembre en un hospital público de Barranquilla.
Un porvenir que por ahora resulta difícil de imaginar.
Los tres malviven en un terreno de invasión del sur de Barranquilla, en una casa de zinc y madera, al lado de una gallera que los domingos vibra con las apuestas.
A diario se las arregla para descender por unas gradas rústicas y avanzar por un camino pedregoso. Las ruedas crujen literalmente debajo de su cuerpo.
Tras ensayar como organizador de rifas y vendedor de artesanías y jugos, Alca comenzó a rapear en el transporte público. En Venezuela cantar era un pasatiempo, pero en Colombia es su medio para sobrevivir.
Siempre rodando, llega hasta la puerta de un bus viejo. Como puede se trepa. El hombre de gafas grandes y pendientes comienza a soltar versos con el parlante trenzado y el micrófono pegado a la boca.
“Y si voy a Venezuela/ Y me toca regresar/ No lo pensaría dos veces/ para volver a esta ciudad”.
En un buen día, Alca puede regresar a casa con 30.000 pesos colombianos, unos 10 dólares. Hoy, un salario mensual en la desvalorizada moneda venezolana equivale a 29 dólares.
Cuando su trabajo informal se lo permite, Alca busca el mar. Hace mucho que la agenesia femoral que atrofió el desarrollo de sus miembros inferiores dejó de ser un complejo.
Después de sobreponerse a la depresión, que le hizo pensar en el suicidio a los 13 años, se aficionó al patinaje acrobático y más recientemente aprendió a surfear.
“Una ola es una barrera que se va rompiendo a través de la tabla”, señala.Una metáfora de su vida. Apenas nació, sus padres lo abandonaron y su abuela lo cuidó hasta que ella falleció cuando él tenía nueve años.
Luego vinieron los tiempos de la silla de ruedas y la escuela: “Los niños me metían en las papeleras o me encerraban en los baños”. Hasta que la música le “salvó la vida” y un amigo lo ayudó a cambiar la silla por la patineta.
El rapero surfista y ahora padre quiere recuperar de a poco lo perdido en Venezuela. Incluso ya retomó sus conferencias con un único mensaje: “Dios no me dio piernas, pero lo reemplazó con talentos”.