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En aquellas épocas navideñas de mi lejana infancia los fuegos artificiales más peligrosos eran “los cohetes” y “los tumbarranchos”. Estos dos dispositivos pirotécnicos en algunas ocasiones terminaban con heridos.
Los primeros debían ser lanzados verticalmente; pero por alguna razón a veces adoptaban la posición horizontal y seguían esa trayectoria a baja altura, precisamente hacia algún sitio donde la gente se agrupaba. El tumbarrancho se encendía y se lanzaba, pero a veces explotaba en las manos del sujeto que lo manipulaba.
Los otros juegos eran el “saltaperico” que se raspaba y se tiraba al piso produciendo ruidos y luces; el traqui-traqui o pequeño cilindro a cuya mecha se le aplicaba fuego y se lanzaba para provocar una explosión; las estrellitas o varillas metálicas recubierta de pólvora que al activarse producían chispas estrelladas semejantes a las que saltan en la faena de los amoladores y soldadores; pero a los más pequeños, mi padre sólo nos permitía usar unas pistolas a la que se le colocaban unos diminutos cartuchos metálicos en el tambor unido a un cañón sin salida que al ser percutidos sólo emitían un fuerte sonido acompañado de humo con un olor característico.
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La bodega de nuestro padre era muy concurrida, y lo era más aún en diciembre. Había compradores al detal y al por mayor; los que pagaban inmediatamente y los que compraban a crédito.
Recuerdo muy bien a don Teodosio, el último comerciante mercedense que utilizó varios burros enjalmados para cargar sus víveres hasta su negocio en la carretera.Algunos de estos clientes traían largas listas y empezaban a dictar mientras papá junto con los empleados buscaban la mercancía solicitada en los estantes o en el depósito.
Ese día del singular incidente que nos ocupa en el negocio estaba un señor del campo con sombrero peloeguama. Con su lista en mano hacía notas y trazaba rayas sobre el producto ya despachado.
Mientras el campesino estaba distraído en su faena, entró intempestivamente al local un niño con una de las pistolas navideñas de juguete, que ya hemos descrito, y le espetó al señor:
¡Manos arriba!
El señor, muy asustado, alzó los brazos inmediatamente, y el niño sin darle tiempo de salir de la sorpresa haló el gatillo y le disparó a quemarropa. Se produjo el sonido típico de un balazo y el señor cayó tendido al suelo. Mi padre sólo alcanzó a gritar: ¡Lo mató!
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Al caer el viejo campesino apretaba los dientes y de su boca salía espuma. Al rato se recuperó del ataque epiléptico, sano y salvo de la desigual batalla. El niño, seguramente con su cerebro repleto de imágenes de películas vaqueras, huyó despavoridamente y hasta el día de hoy no se le ha encontrado.
Edgardo Rafael Malaspina Guerra / El Tubazo Digital