Daniel R Scot  / ¡Librame del optimismo que del pesimismo me libro yo!

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Me gusta el optimismo y creo en él. Es una cualidad inherente al hombre sin lo cual no podría vivir. Si revisas los libros de mi biblioteca y mis sermones dominicales, los más valiosos que encontrarás son los que se ocupan de ese tema.

Soy de los que cree, así se piense lo contrario de mí, que la actitud lo cambia todo: puede hacer del cielo un infierno y del infierno un cielo. No recuerdo cuál filósofo dijo que el gran descubrimiento del siglo XX lo fue el poder de la actitud. Lo creo y lo predico desde el púlpito. Muy cierto aquello de “dos presos ven hacia afuera desde los barrotes de la ventana de su prisión: uno ve fango y el otro ve estrellas”

Lo creo siempre y cuando esa actitud tenga su raíz en móviles filosóficos o espirituales correctos. En la antigüedad, los estoicos eran impasible ante el sufrimiento y los cristianos del siglo I, haciéndose eco del mensaje redentor del apóstol Pablo, decían: “He aprendido a contentarme cualquiera sea mi situación.” Ambos eran sinceros en lo que creían. Está muy bien. Como dije, debemos asumir con madurez espiritual y filosófica las contingencias de la vida porque, ¿qué sería de nosotros?

Pero también existe ese otro falso optimismo cuyos móviles no son muy loables y sí bastante mezquinos y falsos en su origen, y es el que tiende a defender solapadamente las posturas políticas de su agrado. Este mal, lamento decirlo, está muy generalizado entre los filósofos y los cristianos católicos y protestantes de todas las épocas, y nuestro propio país no se escapa de él.

Es el optimismo sospechoso e irritante que lleva muchos a decir, ante una calamidad social sin atenuantes como las colas: “¡La gente tiene dinero! Porque si no, un hubiera colas”. O el optimismo incomprensible de más allá, que dice: “No hay crisis: estoy a dieta” Y están los optimista teológicos y apocalípticos que atrapan a muchos en sus redes y quienes, cuando les señalas la crisis como una evidencia irrefutable del quiebre de la revolución, responden sabios y sentenciosos, cual encíclica papal: “Eso está en la Biblia, tenía que suceder” Curiosamente, este último grupo es adepto al gobierno y lo siguen apoyando, a sabiendas de que está en la Biblia lo que ellos afirman está en la Biblia, lo cual es incomprensible y un contrasentido porque, si es así ¿para qué los sigues apoyando entonces? Son los más insidiosos y de cuidado, porque apelan al dogma y a la creencia para llamar a una resignación y calma mortales que les produce satisfacciones políticas y no religiosas. Y lo que es peor: se acercan y le dan la razón al conocido apotegma de Carlos Marx: “La religión es el opio de los pueblos” Cuidado pues y no estén resucitando los viejos males que le dieron la razón con toda razón al marxismo.

No se me entienda mal: en lo relativo a mi fe, sí creo que existen tiempos malos que solo se pueden encarar con una actitud cristiana correcta. Y por otro lado sé muy bien, como todo pastor y predicador, que la lucha final y definitiva de las fuerzas del bien sobre las fuerzas del mal será sobrenatural y apocalíptica. Está en la Biblia y yo lo creo y lo predico. Pero por favor: no manipulemos estas verdades con fines tan terrenales y mezquinos como los políticos.

No me agradan pues en lo absoluto los que cubren sus colores o inclinaciones políticas con un falso optimismo filosófico y espiritual, porque le hacen un flaco y lamentable favor a la genuina filosofía y religión que profesamos sinceramente muchos. Los que sí tenemos filosofías o creencias religiosas los protestamos.

Por más que suene muy razonable y pertinente, -cito por ejemplo- no estoy de acuerdo con aquel cartel de propaganda nazi ideado por un detestable Goebbels que, en medio de una Berlín acosada y arrasada por los bombardeos aliados, proclamaba, en una especie de trampa cazabobos: “¡Nuestros muros están caídos, pero nuestros corazones no!”

Daniel Scott. 

 
 
 
 
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