Cuando el chavismo –hoy chavismo madurismo- se ofreció para asaltar por los votos el poder, allá por el 1998, prometió hasta el cansancio acabar con la corrupción, que parecía ser la señal distintiva del puntofijismo. Esa era su principal bandera. La gente, cansada de los desmanes del bipartidismo, le creyó y votó por él. Confiaron en ellos y sellaron esa confianza con el sagrado derecho del voto.
Veinte años más tarde –dos décadas es tiempo de sobra para cambiar lo que está mal- uno se pregunta: Pero, ¿a cuál corrupción se referían en su campaña? Porque hoy, ya avanzado el siglo XXI –se creyó que ese mal era un atavismo del siglo XX- vemos que la corrupción no solo sigue campante, sino que en esta V República parece encontrar su hábitat natural, su ecosistema ideal, extendiendo sus tentáculos con más potencia y alcance que en otras épocas.
Y lo mío no es un teorízar de un apátrida o percepción de ultraderecha. Soy capaz de señalar personajes y actos concretos de mi entorno –aparte de los que ya son del dominio público- y que no vale la pena reseñar aquí, porque en este país tampoco ha muerto la vieja costumbre de castigar al bueno y absolver al culpable.
Los elementos honestos que aún sobreviven y que se empeñan en creer y defender este desmadre que llaman chavismo-madurismo, deberían hacer un ejercicio de sinceridad y, en nombre de la verdad, reconocer que tengo la razón, y que deben volver a 1998 y comenzar de nuevo, porque lo hicieron muy mal.
Algunos lo han reconocido, han sido honestos, dando la media vuelta y denunciando esa corrupción que destruyó y secó hasta la raíz el movimiento que llevó a Hugo Chavez al poder, pero otros, ya sea por cobardía o por una convicción que no tiene pies ni cabeza, siguen atascados apoyando lo que ya no tiene una razón de ser concreta dentro de nuestra historia política.
Que la verdad prevalezca
Daniel Scott R.