Acabo de llegar de un largo viaje. Vengo de Caracas. Debo continuar hacia Calabozo pero me detendré por hoy aquí en San Juan de los Morros.
Entré a esta posada encantadora traspasando el umbral de estos viejos portones coloniales. Me siento a descansar, abanicandome con mi sombrero blanco.
Este patio, rodeado de frescos corredores, hermosas columnas y gente afable, está sembrado de verdes plantas y arbustos que brillan bajo el sol del llano.
Más arriba, por encima de las tejas, la fronda de los samanes de la plaza, y mucho más allá, esa formación rocosa a la que aquí llaman los morros, y más arriba un cielo azul purísimo.
Al poco tiempo comienzo a cabecear, dominado por el cansancio y el sueño, mientras oigo rumores de provincias…
Estoy en una pesada duermevela cuando noto que una joven me hace señas para que me acerque.
Me levanté y me dirigí a ella… y de repente me encontré frente a una taquilla en el banco Banesco. “¿Qué desea señor?” me preguntó una joven bien vestida.
Porque, de alguna manera que no alcanzo a comprender, el tiempo-espacio se descoyuntó aparatosamente en fracción de segundos y heme aquí, venido de la década de los cuarenta del siglo XX a este 2020 del siglo XXI.