Duele en el alma cuando los seres queridos mueren, pero más duele cuando estos se van del país, en busca de esas mejores condiciones de vida que su propio país, por mediocridad, por sus malos gobiernos y por sus malas administraciones, son incapaces de ofrecerles.
Esta tristeza, esta soledad para aquellos que nos quedamos, es infinita.
Días atrás, una tarde, caminaba pensativo por las calles de San Juan cuando de una ventana de un segundo piso salieron las dulces melodías de una canción de moda en los años 70 que me hizo acordar mucho a mi hermano Luis, quien fue uno de los que se marchó.
Pero lo insólito de ese momento fue que era yo quien se sentía desterrado en tierra extraña, porque esa es otra cosa: a este país lo cambiaron tanto, lo despedazaron tanto, lo acabaron tanto, que ya no es el país donde naciste y creciste.
Eres extranjero en tu propia patria, ya no reconoces ese rostro, perdió la médula de su idiosincrasia y cultura.
Hoy es 14 de abril, y muchos quizás (¿quizás?) están celebrando el retorno del teniente coronel después de los confusos y sangrientos acontecimiento acaecidos hace veinte años. ¿Celebrar qué? Venezuela se asemeja hoy a todos los nazarenos que sacan en procesión para estos días: encorvada bajo una carga, sufriente, llorosa…
Nada que celebrar.