Pensó que gracias a esa tecnología a la que nunca terminaba por acostumbrarse, podía en cosa de segundos estar en contacto con sus seres queridos que viven allende al mar, en la fría Gran Bretaña o Suecia, -¡vaya latinos!- pero paradójicamente quizá era eso más un dolor que un alivio.
La herida que le dejó en sus turnos las separaciones, allá en aquel aeropuerto de lágrimas, nunca termina de sanar, permaneciendo fresca en su mente y corazón. No era así en tiempos de nuestros antepasados, meditó, cuando la lejanía era apenas interrumpida por unas esporádicas cartas o costosas llamadas telefónicas que te consumían todas las monedas de tu bolsillo.
Al final, se dejaba de llamar o escribir y se terminaba uno por acostumbrar a las separaciones. Pero esta telefonía celular, estas redes, las videos llamadas… Estar lejos y cerca al mismo tiempo. Todo resulta tan dolorosamente estacionado en un perpetuo presente sin variaciones ni cambios, si decidirse a hacerse pasado… Añoró un poco el pasado donde hasta el dolor era simplificado.
Salió a la calle, luego de cerrar las puertas tras sí, y deambuló por ellas, cada vez más vacías de peatones y tráfico. Era, al igual que su padre y su abuelo, un hombre feliz de rutinas sencillas que no aspiraba a nada grande. ¿Para qué? Le bastaba con caminar y hacer su cotidiana parada ritual en los mismos puntos de siempre.
Lugares que él y otros animales semejantes a él habían espiritualizado con su presencia: la librería de aquella esquina atendida por una conocedora y amante de los libros escritos por Borges y García Márquez, el cafetín varias cuadras más allá donde se mojaban conversaciones en café, la casa donde siempre le aguardaban todas las tardes aquellos amigos cariñosos, casi parientes, que lo recibían con otra taza de café y cálidas palabras de bienvenida. Y era muy feliz.
¿Qué más podía pedir? Otros aspiraban montarse sobre las elevadas crestas de las olas, él en cambio deseaba habitar sin pretensiones las quietas aguas donde crecen en silencio los nenúfares y revolotean sin violencia las mariposas.
Pero todo eso acabó. O va en vía de acabarse. Las rutinas simples, ese mundo descomplicado en el que habitaba y era su refugio y su solaz, terminaron descoyuntándose por los aires en cataclismo íntimo y personal: Sus hijos se marcharon del país, la librería y el cafetín, agobiados por los costos de las mercancías, cerraron sus puertas, y la amable matrona de aquella familia histórica que le recibía con la buena palabra y el café, terminó muriendo en un hospital por carecer del tratamiento médico que le salvaría la vida. ¡Ah la amable matrona! Como le dolió.
Ella era el último eslabón de una familia de abolengo pero sin las glorias del pasado. A nadie le importaba la historia local que representaba y que moriría un día de la memoria de un colectivo olvidadizo y malagradecido. Para la historia oficial llevada adelante por la revolución, la historia anterior fue un error que debía tacharse.
-¿Cómo está? -dijo él, una tarde de lluvia de un jueves que la visitó en la sala de emergencia, y como para infundir ánimo y en tono festivo añadió-: ¡Veo que está muy repuesta!
–No lo creas –respondió en un susurro de cansancio- Aquí no tienen las medicinas que he tomado por años. Hasta baratas eran y se conseguían en todas partes. Me preguntaron por qué me he descuidado, como si ellos no supieran la respuesta. Hasta me regañaron, como si fuese culpa mía
–¿Desde cuándo no tomas tu medicación? -preguntó- A ver si te la puedo conseguir. Tengo algunos contactos. Amigos. O las pido por tv.
–Ya no se consigue en el país. La mandé a buscar a Colombia. Es triste que en este país te mueras padeciendo enfermedades curables.
–¡No sea exagerada! -le dijo para infundirle esperanza- Ya vera como prontito la tenemos de vuelta a casa.
-Quizá.
Pero el medicamento no llegó a tiempo. Tres días más tarde, a altas horas de la noche, recibió la llamada que lo mantuvo en vela rumiando tristezas hasta bien avanzada la madrugada. “Estaba bien. Pero a la seis de la tarde se puso amarilla, vomitó y perdió el conocimiento. Te llamamos desde la morgue.
Nos la llevamos esta misma noche para sepultarlo en su pueblo del llano, como nos pidió” Y a nadie le sorprendió, porque últimamente son muchos los adultos y niños que mueren en los pasillos y salas del hospital… con enfermedades curables, la mayoría… La semana de su visita en el centro hospitalario murieron al menos unos siete niños, aún el hijo de aquella pareja joven que pedía un milagro ante la estatua de un impávido José Gregorio Hernández. “Estamos en las manos de Dios, pidiéndole que no nos enfermemos” dijo la venerable matrona antes de despedirse.
En esto pensaba, -mientras caminaba ocioso en medio de una calle sin tráfico- sintiendo esa terrible sensación que para comprenderla, se necesitaba estar allí dentro, de cómo se va descendiendo cuesta abajo en una indetenible cámara lenta que no conoce pausa ni escala. Cada día que pasa era cosa de explorar más el fondo.
No se nota mejoría, nadie toma esa iniciativa que frene esa caída donde la incertidumbre es la velocidad y atmósfera natural. Los diversos sectores que hacen vida política parecen divorciados de la realidad nacional, ofreciendo alternativas poco sustanciales y nada duraderas.
Para detener lo indetenible, debe reconocerse antes de que algo anda mal, y nadie quiere asumir la gravedad de la situación. No los que deberían. Y reconocerlo precede a toda solución. “Hasta para reconocer un fracaso se necesita cierta condición de estadista” pensó.
Siguió meditando pero en los últimos veinte años de historia política que le tocaba vivir, y mucho, mucho más atrás. ¡Ah y todo ese siglo XIX, XX y XXI tan poblado de revoluciones, golpes de estado, constituciones fallidas, demagogia y promesas políticas! ¡Un rosario largo de esperanzas como ultimadas a balazos por el engaño! En los sepulcros sin epitafios de todo el país yacen silentes los cuerpos de aquellos ciudadanos anónimos que una vez empuñaron el fusil o gritaron a todo pulmón “¡Que viva la revolución!” “¡Que viva el general o el comandante tal o cual carajo!” “¡Ahora sí todo cambiará!” “¡Que mueran los traidores a la patria!” Y todos, en su momento y turno, bajaron con su fe y sus consignas al silencio del polvo de la tierra, desengañados, para ser sustituidos por otros, aún más candorosos e ingenuos que se les incorporarían más tarde o más temprano.
Sí, sabe Dios cuantos movimientos políticos han desfilado en la historia patria que no prestaron ninguna utilidad al ciudadano y que pasaron al olvido o la verguenza. Comenzó a enumerarla mentalmente: Revolución Restauradora. Revolución Libertadora. Otra revolución, pero esta vez Rehabilitadora. Más revoluciones en el siglo XIX. Dictaduras. El Porteñazo. El Carupanazo. El 4F y 27N. Una promesa. Otra promesa. Más promesa. Muchas más. ¿Y quién lee hoy o de que sirven las “obras completas” de un pedófilo como Cipriano Castro editadas por el extinto congreso de la república? Parece que nada de la historia política de país promete la más remota posibilidad de una redención duradera y de legados.
Todo termina en los basureros de la historia. ¿Será que la frase “El que sirve a una revolución ara en el mar” es la única del prolífico pensamiento político de Bolívar que siempre ha estado realmente vigente? Y tras veinte años de proceso revolucionario, sus adalides se reúnen en mesas de trabajo con sus futuros defraudados políticos y les prometen extirpar lo malo que hay en ella. “Hay que extirpar solo dos cosas” pensó riendo para sí. “A la revolución y a sus líderes históricos. Nada más que eso”
¿Irse a otro país y a su edad? No le parecía una opción. No para él. “Eso es para los muchachos, yo friso ya los sesenta” decía. “Mi futuro se lo tragó el pasado” Sus hijos se lo pedían a ruegos, pero él se creía de una edad en la que se siente hay que morir en el mismo lugar donde por años y años se echó raíces y corazón.
“Cerca del sepulcro de mis padres, en esa tierra que los vio nacer, vivir, morir. Donde triunfé y fracasé, reí y lloré. Donde quiero estar.” Veía a sus hijos en fotos, y el pesado, triste y descolorido atuendo del siglo XIX para el frío que llevaban puesto le parecía cosa anacrónica, ajena y antinatural.
Al menos lo era para él, que sentía en sus venas la intensidad y el correr del trópico y del mar caribe. Todo era de un gélido gris que le hacía doler los huesos y las articulaciones. No quería sentir congelarse los engranajes y bisagras del alma. Así iba cuando se tropezó con amigo de trago de días mejores y al que tenía tiempo sin ver ni saludar.
-¿Y tus hijos?- fue la irremediable pregunta
-Se fueron yendo uno a uno -respondió- Unos a Gran Bretaña y otro a Suecia.
-¿Quedaste solo?
-Sí. Sabes que mis padres y mi esposa murieron. Y no podía obligar a mis hijos a quedarse. “Es que aquí nos están robando la juventud” me dijo el menor. Ni modo. Es su vida. Y tienen todo un porvenir por delante. ¿Qué pueden hacer aquí?
-Mi único hijo también se fue, -le respondió, mientras sacaba el celular y le mostraba una foto- Este es otro de los “catires ojos verdes” que se fueron del país.
Sonrió. En la foto se veía un joven empleado por las petroleras en Dubai en un momento de descanso. Detrás se levantaba un enorme e imponente edificio en forma de barco o velero. Sus rasgos mestizos, propios de alguna de las etnias indígenas del país, no tenían la mínima gota de sangre anglosajona que justificara su afirmación.
Su amigo, a punta de ironía, hacía alusión a una célebre frase de un alto jerarca de la cúpula gobernante, en la que aseguraba que quienes se marchaban del país no estaban descontentos con la pésima gestión del régimen, sino godos mantuanos que estaban en contra porque no soportan los logros de la revolución a favor de las etnias y los afrodescendientes.
Una estupidez, pensó, porque como dijo un afamado historiador, en el país hasta el más blanco era “café con leche” Lo cierto es que todo estatus que obtuvieron los marginados y desposeídos lo fue más simbólico que real. La miseria campeaba, y los hijos de Bolívar -de todo color- hurgaban en los tachos de basura.
Se despidió y siguió su camino rumiando reflexiones. Racismo del blanco hacia el negro. Racismo del negro hacia el blanco. El rico explota al pobre y el pobre asalta los baluartes del rico.
Pero racismo y clasismo de todos modos. Hasta dentro de nuestras etnias hay racismo, porque como decían los caribes “solo ellos eran hombres” y perseguían y diezmaban a las etnias vecinas. Se privilegian a unos en detrimento de otros, pero nunca se alcanza la igualdad racial o social.
“El que sirve a una revolución ara en el mar” “Lo mejor que se puede hacer en este país es emigrar” eran frases que retumbaban en su cabeza. Y también los versos de otro poeta, muerto en el exilio: “El hombre grande muere afuera y el hombre vil se eterniza adentro”
Caminaba ya cansado de pensar y razonar. ¿Qué valor tiene en una nación donde se piensa y razona con las vísceras? Sin darse cuenta llegó y pasó de largo por dos de sus lugares tan queridos de un antaño todavía próximo, ahora rodeados de desperdicios.
Se detuvo. Mientras volvía la vista atrás y reparaba a lo lejos en la librería y el cafetín con sus puertas cargadas de candado y cerrojos y silencios, lo golpeó la amarga certeza de que esa suerte de exilio dentro de su propia patria ya era una especie de segunda naturaleza o nacionalidad con la que tenía que cargar a cuestas como una cruz, en un viernes santo de muerte y sin domingo de resurrección.
Daniel Scott.