Para ir ayer de compras, necesariamente tenía que pasar frente a la hermosa casa de las hermanas Bruguera, y me partió el alma saber que esa casa estaba sola, que ellas ya no están ni estarán, que algo terrible ocurrió allí, que fueron vilmente asesinadas y malamente sepultadas.
Mi tristeza este sábado era infinita. Caminaba y mis pies tropezaban con mi alma.
Siempre que pasaba al frente de esta casa, mis ojos se detenían largamente sobre su amplio y bien arreglado jardín. Era mi deleite.
Se veía que era obra de alguien que amaba las plantas. Y yo amo los espacios verdes y me gusta sacarles fotografías. “Es obra de mi papá” me dijo una vez Inelda. “Le encantaba la jardinería. Más bien yo lo tengo muy descuidado”.
Ellas vivían solas en esa casa demasiado hermosa. Alguien me dijo que al menor ruido en las noches se ponían a rezar, o llamaban a una policía que jamás se acercaba a inspeccionar el lugar.
No tengo detalles de nada y quizá especulo, pero supongo que movidas por la soledad, abrieron sus puertas a las personas equivocadas.
En esta mala hora que vive Venezuela, todos buscamos la compañía y el consuelo de nuestros semejantes, solo que a veces nuestros semejantes no se asemejan a nosotros.
Pero lo que sucedió con las hermanas Bruguera tiene un trasfondo más complejo que el de un crimen horrendo.
Tiene su origen en un contexto político, social y económico putrefacto donde el venezolano le ha dado una patada a los valores más elementales y quiere apropiarse sin ningún tipo de escrúpulos de los bienes ajenos en el nombre de una impunidad fomentada desde cúpulas muy elevadas.
Para sanar estas aguas putrefactas en las que estamos nadando se va a requerir de algo más que leyes y legislación, o de la constitución más perfecta del mundo, se necesitará de una mano dura que golpee y no perdone.
Eso si queremos salvarnos colectivamente.