Guárico.- Miraba a través de la ventanilla el serpentear de la carretera mientras iban sucediéndose una tras otra pequeñas lomas y depresiones, algunas curvas a la izquierda y, más allá, después también a la derecha de la vía; como una interminable “ristra de ajos” de las mismas que ofrecen en venta los vecinos de los sitios por donde vamos pasando, apostados a la vera del camino junto con otros diferentes cultivos del campo como las auyamas, yuca, batatas, titiaros, patillas y, mazorcas de maíz jojoto.
Lento pero persistente se desplaza el vetusto vehículo repleto de lugareños bajo un sol abrasador, propio de la hora y época de las tierras llaneras; pues, corría el mes de marzo, el más ardiente por estas latitudes.
“La Atascosa – Valle de la Pascua” rezaba un sucio letrero sobre el parabrisas, íbamos acompañados de mamá —porque así lo dictaba la costumbre en aquellos tiempos— a sacar la cédula de identidad por primera vez, en la capital del municipio; que era también la usanza y la norma entonces. “La Pascua” a secas como se acostumbra mentarla, se veía como algo grande, interesante y curiosa para nosotros, que nunca habíamos salido de nuestro naciente lar; ese cálido pueblito enclavado en las profundidades del llano, al oeste del rio Manapire y, en el camino hacia Palenque.
Mientras tanto el viejo vehículo se aproximaba a su destino y los viandantes valle pascuenses, a lo largo de la avenida Rómulo Gallegos, podían leer en sus costados: “Transporte Micouqui”. Uno que otro observador en las cercanías a la entrada de la pequeña ciudad sabía de su procedencia porque muy probablemente, por motivos laborales, habría estado en aquel mismo lugar de donde éste venía; pues regularmente, cubría la ruta La Atascosa – Valle de la Pascua, lo cual se cumplía regularmente en periplos interdiarios de la mañana a la tarde, como una buena manera de auxiliar a los familiares de quienes trabajaban en la compañía petrolera —cuyas operaciones para la época estaban radicadas allá, en aquel pueblito de donde partía—, en la gestión de algunos asuntos personales, de salud o de cualquier otra índole de interés particular.
Una merecida y oportuna forma de mejora en la calidad de vida de esas personas y, de cualquiera que en el camino de la ruta del transporte lo necesitara, a decir de algunos de los beneficiarios puntuales de dichos viajes; acreedores circunstanciales de los mismos —claro ejemplo de que, definitivamente, eran aquellos otros tiempos; en que verdaderamente se podía hablar de cierto valores humanos como la solidaridad—…
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Tomado del primer capítulo del libro Las Evasiones de Hilario Coba, el número uno corresponde a la serie: Relatos Oníricos de La Atascosa.