Mi ciudad como todas las ciudades de este noble país, apaga sus luces bien temprano. Las calles quedan a oscuras, solo la soledad se refugia en ellas.
El toque de queda no declarado lleva años. Atrás quedaron las tertulias de la gente de mi pueblo. Las buenas conversaciones y la cordialidad entre vecinos en horas de la noche, actualmente son un lujo.
Prácticamente pasaron a formar parte de nuestro pasado. Entre rejas, puertas con cerraduras sofisticadas y cercos eléctricos hemos montado nuestras trincheras.
Mi sobrina de ojos color azul mediterráneo que no esconden sus orígenes de la tierra del medio oriente, mira con mucha tristeza desde el balcón de su apartamento a una plaza emblemática, tomada por el hampa.
Toda su vida había estado allí. De hecho, nació y se crió muy cerca de ella. Su condición de noctámbula, le dio el título de la guardiana de la plaza los Samanes. Vela por ella, alerta y se preocupa por la seguridad de quienes cerca habitamos.
Un paciente de la tercera edad, de tez blanca y el cabello canoso, se acerca a mi antiguo consultorio en el sótano del edificio anexo de la clínica Santa Rosalía. Esboza una sonrisa de abuelo feliz. A duras penas se acomoda en la silla con el auxilio de un sobrino. “No veo bien, la diabetes me está haciendo una mala jugada, me acortó la vista”. Expresó en tono serio y algo melancólico.
Después de la evaluación, con mi acostumbrada voz baja, le hago un llamado a la calma. Le indico unos lentes correctivos y le insisto que el azúcar tuvo compasión de su retina, no la agredió. El anciano respiro hondo, me dio las gracias y salió a comprar sus lentes en la óptica de la unidad.
Dos semanas después y bien temprano a las 8 de la mañana recibo una llamada de mi secretaria informando que unos malhechores habían entrado de madrugada a la clínica por un boquete que abrieron en la pared del consultorio. Se llevaron todos los equipos. Preso de la confusión, me sentí como en medio de una película de terror.
Efectivamente de un día a otro había perdido todos mis equipos y el sueño de seguir avanzando, sin ellos era muy cuesta arriba. Un agujero de casi un metro cuadrado en la pared que daba sobre el riachuelo que bordea el centro de salud permitió que los ladrones hicieran su agosto a finales precisamente y casualmente de ese mismo mes del año 2001. Había que poner la denuncia, y fui a la sede de la policía judicial. Gentilmente me atendieron. Enviaron a alguien a tomar las huellas.
Confieso que esperaba algo más movido o semejante a las series policiales americanas que nos hartamos a diario por la televisión, patrullas con sus sirenas y sus sonidos ensordecedores, persiguiendo un camión que cargaba mi principal capital de trabajo, saltando un sin fin de alcabalas. Anhelaba ver a un guardia bien serio, apelando a su autoridad exigiendo al chófer que se parara a la derecha.
El agente que estaba haciendo la experticia, me mandó a aterrizar en la realidad. Señaló que en estos casos es poco lo que se puede hacer.
Con sutileza lo que me trato de decir es “dalos por perdidos”. Mi asesor de seguridad, el herrero y amigo Omar Salcedo hizo acto de presencia. “Nos faltó enrejar las paredes doctor”. Dijo en tono tristón. Sonaba jocoso. “Sí, es como poner el interior por arriba del pantalón al estilo de Superman”, respondí yo tratando de sacar la cabeza para inhalar un poco de aire en medio del naufragio.
En el argot militar habíamos sufrido una derrota aplastante, habíamos reforzado todo menos las paredes, esperábamos el enemigo por el norte y nos atacó por el sur.
La esperanza se hizo presente nuevamente a los pocos días. Un informante manifestó conocer las identidades de los integrantes de la banda que asaltó a la unidad.
Curiosamente una de las descripciones coincidió con el señor de las canas “el abuelito” que se había infiltrado como paciente, para tantear el terreno. Que aprovechó igualmente para visitar nuevamente la óptica, llevar sus lentesy vaciar todas las vitrinas de sus contenidos.
Pero la alegría duró poco, fue una alegría de tísico, los maleantes se habían esfumado con el botín. Les perdimos el rastro. Así fue como pasé a engrosar las cifras de hurtos y robos de aquel fatídico año.
Un hombre de hablar pausado, donde las palabras fluyen sin chocar una con la otra. Acomoda su montura y mira a sus colegas de la Cámara de Comercio del municipio Roscio. Los incentiva a seguir luchando por el gremio y por la comunidad.
Dista de ser el directivo gremial clásico. Tiene el perfil de un ministro de planificación y desarrollo. No para de escribir y adora un escritorio. Hace unos meses atrás levantó las banderas de la seguridad ciudadana y es el coordinador de un foro sobre esta temática que se realizó el 5 de marzo, en el centro Ítalo Venezolano de San Juan de los Morros.
La idea es que la comunidad, los comerciantes y las autoridades trabajen en conjunto, que tomen acciones contundentes contra la inseguridad. Con invitados eruditos en la materia donde se destacan figuras como el comisario Luis Alberto Godoy Urdaneta licenciado en ciencias policiales y el Dr. José Luis Abreu, entre otros.
Su nombre es Ismael Rivero, uno de los empresarios exitosos de la zona. Fue el responsable de que hoy muchos profesionales hayamos emigrado desde nuestros respectivos gremios hacia la cámara de comercio.
La presidenta de la junta directiva se refiere al que fue su mentor por años. Lo hace con mucho cariño “él es el artífice de este proyecto”. No se equivoca.
Dr. José Iskandar / Seguridad ciudadana / Vicepresidente de la Cámara de Comercio Roscio / @RoscioCamara