“…El encuentro”, como tal, en el llano, es un nombre que ya por siglos ha significado para los llaneros un lugar de múltiples propuestas en el devenir estacional de sus labores con el ganado; y, en el caso específico del estado Guárico, uno entre varios en el ámbito de esta extensa subregión en el país —Venezuela—, por supuesto también hay uno que se denomina igual, donde por décadas además, ha habido un hato que por naturaleza, si se quiere, lo identifica. Sólo que este punto actualmente no es ni la sombra de lo que otrora fue, aquel emblemático y mítico enclave durante los períodos inmediatamente pasados de su historia.
Empezó siendo en sus comienzos, básicamente una encrucijada de caminos en medio de la nada —se imaginaba la joven Victoria, recordando aquellas cosas que al respecto solía escuchar de su papá—, que tenía ante todo una vieja romana de machete bajo un improvisado cobertizo con un desvencijado retrete a unos veinte pasos, imprudentemente a favor de la brisa, muchos corrales en la vecindad usualmente repletos de buenas reses, junto a un puñado de terrosas y polvorientas rancherías de pernocta a su alrededor…
Pero que, muchísimo antes, yendo más hacia atrás en el tiempo y, si uno se esforzaba en hacer el ejercicio imaginativo de divisar dicho punto en perspectiva aérea superior, sobre la sabana, se revelaba repentinamente ante la mirada del sorprendido observador algo así como el sepulcro de una gran cruz, emplazada en la pampa solitaria; incrustada bajo el relieve de su gramínea piel cubierta de mustios, greñudos y pajizos guarataros.
Similar al resultado en la vieja usanza, de herrar el peludo cuero del ganado… Puesta exprofeso tan sagrada marca en ese preciso lugar, cuenta la leyenda, por una orden de catequistas coloniales de la iglesia católica cuando desfilaban por allí siendo sitio obligado en sus correrías, buscando sumar algunas almas indígenas a su causa; y, en su largo camino hacia el oriente. “…Al menos para entonces porque con ello —según así lo creían, en virtud de sus acciones—, sería después al paraíso”. Pensaría convencido alguno de sus Diáconos.
…Señalado el conocidísimo punto desde allí y, durante muchos años, cual relicario geográfico además, por las ruinas del humilde monasterio dedicado a San Nazario; ubicado a un costado del brazo izquierdo del gran “crucifijo enterrado”… Con su sencilla capillita de oración, rodeada por un par de docenas de cruces de hierro y mampostería barata semejante en su persistente continuidad, a los abalorios de un rosario; en señal de las tumbas de los pioneros que se aventuraron por allí para caer rendidos al principio, bajo el curare de las flechas de sus autóctonos moradores durante la oscura centuria del siglo XVII.
Pero aun así sería tal la determinación de los pastores nazarianos en su empeño por dejar su marca en el tiempo, que de todos modos fueron forzando a los nativos pobladores de aquellas comarcas a ir abandonando poco a poco, sus milenarias costumbres paganas de adoración; cambiando de raíz el significado cosmogónico de sus demiurgos ancestrales… Pasando a ser todo eso y, con el tiempo, el conjunto perfecto de elementos sacros de un clérigo exorcista para ahuyentar de por allí a cuanto ente demoníaco prevalido no sólo en su audacia, sino también en sus malas artes, osara invadir aquellos “santos predios”…
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Tomado del libro Andrómaca y Felipe