J. M. Llerena/ Un equipaje a cuestas

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La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque
aún no ha tocado el suelo.
Dylan Thomas-

llerena
Cuando nací El Gran Combo de Puerto Rico dominaba el mundo. Diomedes Díaz comenzaba su carrera musical. Aún faltaban algunos años para que aparecieran los videojuegos, y ni señas del Internet. De modo que patear balón en la calle todavía era uno de los entretenimientos más populares entre los jóvenes de la época.

Lo de mi papá siempre fue la salsa brava y el fútbol. También escuchaba los baladistas más desgarradores de su tiempo: Camilo Sesto, Leonardo Favio, Roberto Carlos, Chales Aznabour… Mi madre el vallenato lo lleva en las venas. En casa convivían estos y otros géneros en total armonía, sin que ninguno llegara a imponerse.

Mis padres, llegados de Barranquilla, recorrieron Venezuela hasta que por fin se asentaron en Palo Negro, estado Aragua. Por su parte, heredé la cultura colombiana. Por la tierra que piso –cobijo y sueño–, cuyo corazón me habita, la venezolana.

En las mañanas Maringá, transmitida por Radio Apolo, hacía las veces de toque de Diana. Tanta fue su influencia que nunca pude disociar ese tema de La Sonora Matancera, en la voz de Leo Marini, con el despertar al alba.

Transcurrían los días de infancia entre escuela, amigos, fútbol callejero (pelotica de goma, chapita, o cualquier otro derivado del béisbol no, yo era demasiado “marruñeco” para esas cosas), metras, trompos, bicicleta, encumbrar barriletes, expediciones a los inmensos camburales aledaños y tardes interminables de natación en La Canal de Las Vegas o La Lagunita de Los Migueles.

Pencazos de mi madre. “Te juro que me duele más que a ti”. Después Sustagen y beso. Atari, Nintendo, música, cine, televisión, libros y viajes anuales de visita a los abuelos en la capital del Departamento Atlántico colombiano.

Ya para ese entonces mostré un gran interés por las letras de las canciones. Las de despecho las sufría como si yo, que ni edad tenía para novias, fuese víctima del mal de amor. Me escondía para llorar a gusto con las cortavenas de Julio Jaramillo (No me toquen ese vals porque me maaaaataaaan…). Sentía vergüenza desde dos frentes: por ferviente escucha de los temas de Jaramillo y Los Terrícolas, considerados de botiquín y música de viejos, y por las risitas disimuladas de quienes me sorprendían en tales trances.

Así que me esforcé en ocultar del ojo público mis penas de amores inventados. Me enamoraba, por ejemplo, de mi vecina adolescente –sin que ella se diera por enterada, por supuesto–, la ponía en un pedestal, de esta suerte, trasmutada en objeto de deseo lejano e imposible, elevada a excusa poética, perfecta para sentir y llorar, en la soledad de los rincones, esas canciones como Dios manda.

Mi hermano, dos años mayor que yo, resultó talentoso para el dibujo. Teníamos un VHS con el que grabamos comiquitas. Al reproducirlas, ponía pausa y dibujaba, a mano alzada, —calcar es hacer trampa, decía-– entrañables personajes como el Pájaro loco, Droopy, Tom y Jerry y muchos otros.

Fascinado por las formas y los colores, comencé a imitar a mi hermano. Se movía rápido: pasó a la talla en madera de jobo. Me uní a la tendencia. Elaboramos pequeñas tablas de surf y tótems de civilizaciones inexistentes. Suavizados los bordes con lija fina, una broca de pequeño diámetro servía para abrir el huequito por donde pasaría la argolla de llavero. Motivos psicodélicos, surrealistas o abstractos –desde luego que no conocíamos esos términos–, decoraban nuestras creaciones. El barniz transparente sellaba los dibujos.

Un buen día irrumpió en nuestro cuarto el minicomponente (doble cassettera). Sonaba sin parar Satélite, la estación de las dos capitales. Nos acompañó en los delirios diurnos y por las noches se convirtió en el soundtrack de nuestros sueños. Ahí nos empapamos de los éxitos recientes y clásicos en lengua anglosajona y de la movida nacional. Comencé a “dibujar canciones”: temas en inglés que no entendía, pero me inspiraban emociones que plasmaba en dibujos.

Músicos del calibre de Yordano, Franco De Vita, Ilan Chester, Guillermo Carrasco, Frank Quintero, poblaron mi imaginación. Los Beatles, cómo no, habían entrado en mi vida. En el liceo conocí el rock argentino (Fito, sos grande), Metállica y otras bandas.

Con la salsa, el merengue y demás ritmos bailables pasaba algo curioso: me fascinaba la música y el contenido de las letras, pero al parecer nací con el mal congénito de los dos pies izquierdos. (Aunque debo admitir que mi timidez proverbial tiene mucho más que ver en este asunto que cualquier otra cosa).

En cambio, mi hermano era aclamado en el barrio como una especie de John Travolta local. No me molestaba, De alguna manera lo aceptaba como destino. Iba a fiestas y minitecas sólo a deleitarme con la música y a observar el devenir de la vida de los demás en esa ventana de tiempo.

Por el lado de la literatura asistí a Los funerales de La Mama Grande, y más tarde padecí Cien años de soledad, también de la mano de García Márquez. Deambulé sonámbulo (verde que te quiero verde) por los altos corredores del Romancero gitano de Federico García Lorca.

Extraños, difuntos y volátiles de Salvador Garmendia y Huerto cerrado de Alfredo Bryce Echenique terminaron de inocular el veneno: me hicieron creer que sería capaz, no de alcanzar el cielo, pero sí de escribir una que otra tontería –como ésta– que seguro nadie llegaría a leer.

Entendí que la palabra escrita es el medio expresivo por el cual quería hablar. Mis frustraciones, penas y anhelos, tenían cabida aquí. Conversaciones inconclusas, situaciones que no fueron lo que esperaba, un giro inesperado a la izquierda en vez de a la derecha, alguna presunta estafa del destino, algún ajuste de cuentas pendiente, lo conocido, lo desconocido… todo podría ser reinventado por la literatura.

Pasado, presente y futuro en una misma página. La posible continuidad de las historias que quedaron a medio camino mientras comía mocos y jugaba con muñequitos en el solar de la vieja casa materna.

Todo forma parte de nuestro patrimonio personal. No hay nada que escape a ser visto –y transformado– a través de este cristal. Es la suma de lo que somos. Nuestro bagaje, el equipaje que llevamos a cuestas. De otra manera seríamos un cascaron vacío, un cuerpo sin alma.

J. M. Llerena

J. M. LLERENA/ La caprichosa intermitencia de las luciérnagas

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