Mi padre llegó a San Juan de los Morros en el año de 1954. Venía de trabajar durante dos años en los mercados de Catia y Quinta Crespo de Caracas. Eran tiempos de la dictadura.
Montó su primera tienda muy cerca de la plaza los Samanes. Formaba parte de aquellos inmigrantes que habían surfeado las olas de la emigración después de la segunda guerra mundial.
Posteriormente se fueron uniendo a él sus hermanos, ubicando los almacenes en diferentes puntos de la avenida Bolívar.
Mi padre por supuesto asumió la jefatura de su tribu. Él era el mayor. El “Iskandar” comenzó a ser poco a poco un apellido común para los sanjuaneros.
Estos aficionados a las explicaciones largas, acompañadas de gesticulaciones descriptivas, describían a los integrantes de mi tribu con frases tales como, “el Iskandar grandote” cuyo negocio quedaba frente a la arepera Las Cuatro Esquinas o “el otro Iskandar de los ojos azules” del San Rafael.
Estaba “el Iskandar de la fundación Rotary” y, de último,“el Iskandar que le completaba la entrada al cine” a los muchachos que apelaban siempre a su generosidad, y vivía sacando crucigramas del diario El Nacional.
Mi viejo había escogido el nombre de la virgen de su pueblo, Nuestra Señora de Zgharta para su almacén.
Mi tío Antonio fiel a su gentilicio se quedó con su Monte el Líbano inicialmente, luego Lido y de último Dalido. Un viejo hotel, el San Rafael, a escasos metros de la panadería Venezuela, ledio el nombre definitivo al almacén San Rafael.
Mi tío Jorge además se hizo pana y hasta tocayo del santo, muchos lo llamaban don Rafa. Mi tío Ramez el galán de la familia por excelencia, honró a Hollywood y a sus divas. Parte de mi tribu.
Los hombres de la época pateaban las aceras y el asfalto con sus alpargatas. Los calzados y las botas fueron novedades introducidas por los comerciantes árabes que invadieron la principal avenida de la capital del Guárico.
Así, muchos de sus descendientes crecimos entre cajas de zapatos amontonadas a falta de vitrinas, mostradores de madera, ropas guindadas en las puertas y marchantes dándole las bienvenidas a sus clientes con el clásico “todo barato”.
Un café negro bien amargo, hostil al paladar de muchos, era servido.Se plantaba firme frente a un guayoyo dulzón que era la preferencia nacional.
La cordialidad se manifestaba en palabras como Paisano y Arabia para saludar a los provenientes de las tierras del medio oriente.
Fueron comerciantes que llegaron de muy lejos, tratando de empujar sus sueños por un futuro mejor para ellos y sus respectivas familias.
Se esmeraron para que sus hijos fueran unos profesionales y sirvieran con ahínco a una tierra noble, que abrió sus puertas no solo a ellos sino a muchas emigraciones a través del tiempo.
Pasando sus ochenta años mi padre ya cansado me entregó el manojo de llaves de su “Mahal” del almacén. Con una voz entrecortada me dijo “hijo aquí están, sigues tú, es la tradición de la familia, somos una familia de comerciantes.
Te recuerdo: mi abuelo Yusef fue a principios del siglo pasado a Brasil y con su maleta dio vueltas hasta que se cansó, en los remotos pueblos del Sur. Mi padre Rachid fue uno de los primeros que abrió un negocio de venta de trapos en su pueblo de Zgharta Líbano”. Tu madre confeccionaba trajes de novias, y yo, ya anciano cargo todavía las piezas de telas. Juntos estuvimos por años frente al mostrador para levantarlos. Mis hermanos no se quedaron atrás”.
Don José se estaba despidiendo de su casa santa Zgharta, los años fueron abriendo grietas en su fisionomía. El cansancio y el agotamiento los estaban invadiendo. Miró con cariño hacia la Plaza los Samanes, su vecina de años. Había muchas vivencias, además era un sitio de encuentros con amigos y paisanos. El señor Maron del almacén San Juan, el señor Haddad de almacén Damasco, el señor Mesber del Gran Baratillo etc.
Una sonrisa suave y algo nostálgica se fue apoderando de mi rostro. “Viejo te pido disculpas, pero soy oftalmólogo y tengo un consultorio que atender, esta tarea le corresponde a mí hermano Rachid”, le respondí.
Aquel hombre alto y robusto susurró con voz suave, como despertando de su borrachera senil “es verdad es verdad”.
Las cosas fueron cambiando, muchos heredaron los negocios de sus padres, otros no tuvieron esa suerte, y bajaron para siempre las santamarías.
Yo me fui para mí centro con la pequeña empresa de salud, la Unidad Oftalmológica Doña Ana. Actualmente me he unido a un grupo honorable de comerciantes y empresarios que tratan de rescatar a un gremio aletargado.
Este 14 de febrero, día de mi cumpleaños, no dejo de caminar por la calle principal de mi pueblo. Lo hago siempre buscando retroceder en el tiempo.
Me asomo en lo que fue el negocio de mis padres, hoy una tienda por departamentos. Trato de ubicar la silla de mimbre color verde donde se sentaba doña Ana, por supuesto, ya no está. Me ha costado borrarla de mi mente.
Una empleada me intercepta, se pone a la orden. Le doy las gracias. Antes de salir le digo “yo trabajé en este local, desde muy joven”.
La muchacha no le da crédito a mi versión. Tal vez me identificó con el perfil del burgués que recibe a diario toneladas de “halagos” por parte del gobierno revolucionario comandado por un presidente “Obrero”. Entonces le dije, “mis padres eran unos comerciantes libaneses que llegaron a mediados de los años cincuenta, soy un Iskandar, uno de los últimos comerciantes de mi tribu”. Esta última frase emitida con un tono inflado de orgullo.
Dr. José Iskandar / Vicepresidente de la Cámara de Comercio Roscio / @RoscioCamara