…En una ocasión dentro del mismo espíritu de esas romerías religiosas de su madre, el pequeño Sayed junto a sus amigos sin pensarlo, entraron por pura casualidad en un recinto privado de uno de los monasterios a que asistían algunos de sus familiares “…Cuando sin darnos cuenta —contaba Sayed—, uno de los cuatro niños que andaba conmigo, inocentemente empujó una llamativa aunque sencilla puerta de madera en la que había un lindo “escudo” tallado en ella, en la parte superior y, ésta se abrió.
Al centro, tenía la imagen de Buda sentado sobre un tapete de mimbre en su característica posición del loto, con sus manos unidas en námaste; que pareció iluminar muy suavemente todo el conjunto justo al ceder el vano bajo la pequeña presión ejercida por el curioso niño, pero también, levantarse unos pocos centímetros de donde estaba, mostrando varios círculos concéntricos más abajo —o; sea, detrás—, como capas superpuestas conformadas por minúsculas figuras de todo tipo de animales, ríos, plantas, árboles, planetas, estrellas y, muchas otras cosas más; al tiempo que, seguía flotando y brillando en el aire sobre la vieja superficie de madera. Al ver eso, sentimos un impulso irrefrenable de entrar; y, como el acceso ya estaba libre, consideramos que no habría problema en ir adentro para echar una miradita…!.
“…De pronto, al abrirse la puerta estábamos en un fantástico lugar nunca antes visto por ninguno de nosotros, en principio era una especie de taller de escultura, alfarería, orfebrería, y demás; o, algo así. Rodeado de inmensos y bellos jardines a cielo abierto de cuyo cada elemento que lo componía brotaba la vida de una forma tan especial, al igual que de sus mansos cuerpos de agua, cascadas, lagos; y sobre todo, de un rio que luego se convertía en cuatro, en este caso que recordaban tal vez, a los del jardín del Edén señalados en el texto bíblico “tal como lo supe después, cuando crecí”, según el Génesis; donde se dice que:
“…Plantó Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Salía del Edén un rio que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón… El segundo se llamaba Guijón… El tercero Tigris… El cuarto Éufrates”. Génesis 2: 8 a 14. ¡Todo lo cual nos parecía inverosímil y, más bien, mágico…!”
“…En aquel amplio espacio al que habíamos entrado —siguió Sayed, con su relato—, podían verse además muchísimas obras extraordinarias por doquier: En las paredes del recinto, en el techo, en los pisos —superficies que a veces se transparentaban, con un brillo de prístina belleza; reflejando, ocultando, o, vivificando mucho más el jardín del fondo que todo lo rodeaba y que, parecía no tener fin, cuando la vista se nos perdía a través del horizonte—; también sobre pedestales, y por supuesto en los ordenados mesones de trabajo donde había además todo tipo de herramientas relacionadas con las artes ante dichas… Los utensilios, y herramientas de trabajo en los bancos eran manipulados con destreza absoluta por unos monjes artesanos, u obreros, que trabajaban en éstos; siempre atentos a los detalles, callados, absortos en lo que hacían como si no se percataran de nuestra intrusa presencia.
De la parte superior de sus oblongas cabezas y, desplazado un tanto hacia atrás, tan sólo brotaba un pequeño mechón de cabello, uno solo, tan negro y brillante como el azabache, prendido en una única vuelta en forma de bucle a una cinta atada al cuello; vestidos enfundados en sus característicos camisones de tela sencilla color azafrán, y puños tan amarillos como el curri, algunas veces arremangados hasta los codos para facilitar su trabajo…
Curiosamente además, llamaba la atención una especie de luz tenue dorada que constantemente emanaba de ellos “…Como en él Mándala flotante o, emblema de la puerta por donde habíamos llegado…!” La cual era transferida a las cosas con las que hacían contacto en su callada labor. Pero sobre todo se sentía en el recinto una gran armonía que contagiaba a todos; y, extasiados, allí seguíamos, viviendo y observando aquellas cosas tan maravillosas, arrobados en sí de una gran admiración. No sólo por las obras que aquellos monjes llevaban a cabo en ese lugar, poniéndolas por todas partes, sino también por la infinita sensación de paz que envolvía tan cálido ambiente…
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Extracto de la novela Memorias del Punjab
Autor Mario Celis Cobeña