Caracas.- Con épocas modernas llegan métodos y formas de proceder nuevas, y es así que en la latinoamérica de hoy en día, la amenaza contra los mandatos de los gobernantes no se resume solamente a los golpes e intentonas militares, sino que con aparentes aires de pacifismo y buenas intenciones públicas, el ataque se da a través de denuncias de corrupción que suelen activar las máximas instancias judiciales y finalmente los votos parlamentarios opositores que sustituyen la vieja arrogancia de los fusiles.
Los años de las asonadas militares para el establecimiento de férreas dictaduras parecen condenados a las páginas de la historia, pero efectos parecidos se logran ahora de manera incruenta y preservando, en buena medida, el ropaje de la legitimidad democrática.
En Venezuela, por ejemplo, durante marzo de 1993, Carlos Andrés Pérez, el primer presidente venezolano reelecto en elecciones de diciembre de 1988, fue acusado por la prensa crítica por los delitos de “malversación genérica” y “peculado doloso” y a los días el Tribunal Supremo de Justicia inició un juicio que habría de culminar con su destitución por el Congreso Nacional, para luego ser condenado a dos años y cuatro meses de arresto domiciliario.
Posteriormente el TSJ en su sentencia concluyó que se trataba en verdad de una rectificación presupuestaria a la partida secreta del Ministerio de Relaciones Interiores por 250 millones de bolívares en materia de seguridad para la toma de posesión de Violeta Chamorro en Nicaragua. Es decir, se trató de una práctica criticable pero que podría considerarse por lo frecuente, como la multa impuesta a un conductor que irrespete la señal del semáforo pero que sin embargo, en términos de opinión pública se convertía en un acto de corrupción de tal gravedad que ameritaba nada menos que el abandono de la Presidencia de la República conquistada mediante el voto popular.
Existía un antecedente: el mandatario brasileño Fernando Collor de Mello, en diciembre del año 92, debió renunciar sin que mediara todavía juicio alguno por las revelaciones de su hermano Pedro, quien en una entrevista periodística denunció un esquema de lavado de dinero y tráfico de influencias encabezado por el tesorero de la campaña del presidente, en lo que sería ahora la aplicación del curioso delito de “corrupción pasiva”, que la justicia de Brasil aplica al presidente Michel Temer, al expresidente y candidato presidencial Lula da Silva y que determinó la destitución de Dilma Rousseff en 2016.
Si bien en ese país rige el mecanismo constitucional del “impeachment” tan famoso en los Estados Unidos, el hecho cierto es que más allá de comprobarse o no las denuncias opositoras, estas se convierten en sentencias en la opinión pública y en punto de partida para “golpes de Estado” utilizando mecanismos constitucionales que, al igual que los “madrugonazos” en los cuarteles, terminan por generar cuadros de tensión e inestabilidad política.
Entre videos te veas
Situación semejante vivió el miércoles 21 de marzo el presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski, quien ante la convicción de que el Congreso aprobara su “vacancia” luego de ser acusado de recibir sobornos de la gigantesca y poderosa multinacional de la corrupción Odebrecht, presentó su renuncia.
Kuczynski, quien fue elegido en 2016 en una cerrada competencia presidencial con Keiko Fujimori, la conocida hija del expresidente Alberto Fujimori, y quien ahora encabeza la oposición y que desde hace meses planteaba la salida del mandatario por “incapacidad moral”.
Keiko, quien en dos oportunidades ha polarizado en las consultas presidenciales utilizó como último recurso la semana pasada, la presentación de videos según los cuales el gobernante presionaba a legisladores para impedir que votaran por el abandono del cargo. Se recuerda que la fase final del derrocamiento pacífico de su padre fue determinado por la presentación de los famosos “vladivideos” en los cuales su principal asesor Vladimiro Montesinos pagaba millonarias sumas a políticos y empresarios para favorecer al régimen.
Las bardas del vecino
Es comprensible que la atención internacional se incline hacia lo que pueda ocurrir en el vecino Brasil con el juicio que se le sigue al expresidente Lula da Silva, condenado en primera instancia a 12 años de prisión, pero que sigue siendo el puntero con una amplísima ventaja para ser reelecto en las elecciones del próximo mes de octubre; y también sobre el destino del mandatario Temer, quien afronta también un juicio por corrupción cuyo desenlace se facilitaría cuando entregue el cargo.
El caso de Centroamérica es elocuente: en los últimos años la mayoría de los gobernantes han sido señalados y algunos condenados por presuntos hechos de corrupción y abuso de poder. Incluso uno de los casos más recientes es el del expresidente panameño Ricardo Martinelli (2009-2014) quien aún se encuentra prófugo pese al pedido de extradición a Miami, lugar donde reside.
Algunos casos son fundamentados en comprobaciones y otros estimulados por la competencia mediática y como un eficaz recurso de los opositores para el cambio de gobierno que resulta menos costoso que las sangrientas conspiraciones anteriores, pero que en vez de perpetuar a dictadores suelen desatar desarrollos políticos impredecibles que no siempre juegan a favor de la fortaleza democrática. Como diagnosticó el secretario general de la OEA, Luis Almagro: “la democracia en América Latina está enferma”.
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