Manuel Malaver / La Navidad en tiempos de guerra

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Las cientos de manifestaciones que se han sucedido esta semana en ciudades y pueblos del país por protestas contra el hambre, la desnutrición, la escasez de gasolina y gas doméstico, la ausencia de transporte público y la inseguridad que ya se bate contra ciudadanos humildes que se arriesgan a salir de sus viviendas, nos hablan de una Venezuela que celebra la Navidad en tiempos de guerra, en una tensión y refracción cuyo futuro inmediato es el de una confrontación de consecuencias impredecibles.

Hechos inéditos y jamás sufridos en un país que, desde que la fe cristiana fue instaurada por misioneros españoles hace ya más de 500 años, convirtió al mes de la Natividad del Señor, en el de las alegrías vistosas, ruidosas y esplendentes.

Hay una música navideña en Venezuela, y una gastronomía, y una literatura y otras originalidades en el vestir, en el hablar y divertirse que nos hablan, no solo de nuestra profundad identidad con la fe de Cristo, sino también de un pálpito nacional que nos presentan como un pueblo alegre, pacífico y parrandero.

Aguinaldos, gaitas, diversiones, hallacas, dulces, panes, cuentos y novelas, están en el ajuar de los comportamientos navideños que nacieron, existen, aparecen y se van con la Navidad. Pero la Navidad también es el recogimiento en familia, esa oportunidad que todos aprovechamos para estar al lado de los seres que más amamos, consentimos y recordamos.

La mejores hallacas son las de mi mamá” es un dicho que se dice para glosar la identidad nacional, así como se recuerdan las frases y hazañas de El Libertador, los paisajes andinos, de la Gran Sabana, de los llanos y las playas de Margarita, para establecer que somos venezolanos.

Hoy, 19 años después de establecerse el modelo o sistema de inspiración marxista, -el que también llaman “Socialismo del Siglo XXI”- todo parece haber desaparecido, o estar desapareciendo, y de lo que fue el glorioso espíritu de la Navidad venezolano, solo quedan estos enfrentamientos callejeros, donde, el pueblo solo tiene tiempo y capacidad para salir a pelear por los alimentos, las medicinas, la energía eléctrica, y porque se le deje pasar a salvo y con salud, por lo menos, este que es el mes que, teológica y moralmente para los cristianos, representa la vida.

Un mes que en los días de Maduro y sus socialistas, sucede en silencio, sin cánticos ni músicas, sin colores ni bailes, y más bien pasa a ser el símbolo de la pérdida de una Venezuela que ya no está, triste y desenergizada, aunque consciente de donde vino el mal, quiénes lo enarbolizan y cuáles son las vías para desactivarlo y aniquilarlo.

Si no, no se habría lanzado esta semana a la calle, a protestar, a gritar, a enfrentar a los cuerpos armados de la dictadura, a desafiarlos y hacerles escuchar lo que les toca de responsabilidad individual y colectiva por cumplir órdenes ilegales, dictadas por violadores de los derechos humanos que tratan, inútilmente, de alargar los plazos que, en poco tiempo, los tendrán en el banquillo de los acusados de tribunales nacionales e internacionales.

San Cristóbal en el Estado Táchira, Pedraza en Barinas, Barquisimeto y Chivacoa en Lara, Tinaquillo en Cojedes, la Urbina en Miranda, las ciudades y pueblos de la zona norte de Anzoátegui, Upata en Bolívar y Tucupita en Delta Amacuro, son los teatros que, al momento de escribir estas líneas, le están gritando a la pandilla de narcosocialistas, terroristas y mafiosos, que Venezuela no se rinde y apenas inicia la batalla final de la guerra que, desde hace casi 19 años, los mantiene en jaque.

No negamos que el narcosocialismo -que también se hizo llamar “Socialismo del Siglo XXI”-, ha sido hábil para engañar a un país cuya riqueza usó para corromperlo y cortarle el aliento que, ya desde los primeros años del experimento, no dejaba otro recurso que derrocarlo, pero arruinando, destruyendo a Venezuela y a ellos mismos, ya que no dejan espacio sino para enfrentarlos y en la perspectiva de que, cuanto antes y costa de los sea, el próximo año, el 2018, sea el último del castromadurismo.

Lo ve así, no solo la oposición democrática que en las últimas décadas realizó todo lo necesario para poner fin a la dictadura, sino que, hasta sectores afines al chavismo originario, se han pasado a las filas opositoras y hoy no podrían ser ignorados de establecerse un “Gran Acuerdo Nacional” para que Maduro y sus pandilleros pasen a ser el peor recuerdo de la historia venezolana.

La comunidad internacional, igualmente, ha puesto fin a cualquier duda sobre la naturaleza narcotraficante, terrorista y mafiosa del castromadurismo, y ya es de las primeras instituciones que, al lado de la oposición democrática, se dirige a que, sin más dilación, la libertad y la democracia constitucional sean restablecidas en el país.

De la OEA, del Mercosur, de la ONU, y de la UE llegan en estos momentos los mejores alientos para que Venezuela regrese al marco institucional que, en un pasado no muy lejano, la mantuvo entre los países más desarrollados de la región y lista para abandonar el subdesarrollo para siempre.

A una época en que se empiece a recuperar la economía, PDVSA y las empresas productivas del Estado sean puestas en pie, la infraestructura se transforme rápidamente en lo que una vez fue, la más desarrollada de la región, la agricultura y la ganadería vuelvan a ser centrales para nuestra soberanía y bienestar, y la educación, la salud, el transporte, la ciencia y la cultura regresen a ocupar los sitiales que son indispensables para pensar y actuar como un país de última generación.

Los daños que el narcosocialismo y sus apéndices, el narcotráfico y el terrorismo le han inferido a la política y la institucionalidad, también deben ser corregidos y de una nación marcada por las secuelas de estatismo, el centralismo, el caudillismo y el colectivismo, debe surgir otra anclada en la propiedad, la independencia de los poderes y el individualismo.

No más socialismo, populismo, ni mesianismo en fin, sino una democracia liberal y constitucional, cuyas fuerzas se midan en términos de la producción de riquezas, la libre competencia, la distribución de beneficios que impone la productividad y la solidaridad que, en una sociedad libre, debe ser consensuado entre los agentes del trabajo y no de ningún Estado dador y benefactor. 

Una sociedad justa, donde los individuos actuando como ciudadanos, sean dueños de la libertad de elegir y puedan ser los artífices de sus destinos. Donde regresen las fiestas navideñas que la incompetencia, la corrupción y el ateísmo marxista nos arrebató, como firme cimiento de una sociedad cristiana, plural y defensora de los derechos humanos para que la libertad y la democracia no vuelvan a ser pasto de tiranos, terroristas, narcotraficantes y maleantes al margen de la Ley.

Manuel Malaver

 

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