Serían las tres de la madrugada de un día viernes del mes de octubre. Corría el año mil novecientos sesenta y cuatro, en un pueblo del llano venezolano donde para la época –a decir de algunos−, nunca sucedía nada importante. No obstante esta vez, algo de contundente impacto estaba por ocurrir en las próximas veinticuatro horas.
Había un sinuoso camino de tierra rodeado de sabana por todos lados, a las afueras de La Atascosa, locación donde se dieron estos hechos; y, el cual discurría con dirección al Sur Oeste.
Debido a la ubicación en que este se encontraba y, dadas las propias características del lugar, habría de conducir a cualquier parte; a muchos lugares o, sencillamente a ninguno. Lo que sí era cierto, es que cada noche desde el viernes al domingo, tal cual aquel que viene a referencia, de sólito, un confuso jinete lo surcaba de vuelta a casa.
La mayoría de las veces sin la certeza de que lo hacía, pues simplemente se entregaba al instinto de su cabalgadura; completamente embebido en una solemne borrachera.
Al arribar a su casa, llevado virtualmente, de la mano del noble animal que lo transportaba; y, sin saber a ciencia cierta de cómo era que llegaba, Diego Nazario del “QuoVadis” Carrasco Palma se dejaba caer cuan largo era, en la entrecruzada maraña de su chinchorro de moriche. El que siempre permanecía colgado a un costado de la habitación, cimbrado de por sí, por la costumbre de sentir la pesada carga de su dueño, que todos los fines de semana solía llegar dormido, ya antes de entrar en él. Quizás imposibilitado de terminar de cubrir los últimos cuatro pasos que, más o menos lo separaban de una espaciosa cama grande que también allí había.
Esto sucedía siempre, de la misma exacta manera, cada vez que aquel hombre llegaba a su casa en tan pésimo estado de descontrol. Pero aquella vez, para cuando ya se aproximaban las horas del amanecer permanecía todavía acostado pasando la resaca, sin embargo sabía que tenía la imperiosa necesidad de levantarse bien temprano porque lo esperaba −como todos los días−, una nueva jornada de trabajo en el hato; aunque había algo en él que no lo dejaba, a lo cual tampoco quería resistirse. Más bien, se dejaba llevar por esas caricias que lo envolvían en un éxtasis de calidez insuperable, del cual jamás, hubiera querido salir.
Embriagado por el dulce licor de aquellas repetitivas e insistentes demostraciones de cariño, que le erizaban todo su cuerpo; entonces decía, prácticamente a gritos:
− Isaura… Isaura…Mi amada Isaura…! ¡Huy, qué rico! Te amaré por siempre, mi amor…!
− ¡Hasta la muerte! –Se replicaba a sí mismo, con ardor−
De pronto, cayó en cuenta Diego esa mañana de que lo que estaba era soñando, porque no podía ser verdad tanta dicha junta –creyó él, erróneamente−; y no, ante la presencia de un hecho real. Producto del amor y el cariño tan grandes abrigado todos estos años, hasta donde ya más no le cabía, en el bondadoso corazón de “Rigoberta”, su fiel y puntual compañera tanto en los tiempos buenos como en los malos; quien, de un sólo brinco le había caído encima colmándolo con sus babosos, aunque cálidos lambetazos en el rostro….
Tomado del libro “Veinticuatro horas para llorar”
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