PEDRO CALZADILLA / El primer pilón de maíz mecánico en Altagracia

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En aquellos años iniciales de la década de los cuarenta del siglo pasado, sin dudarlo, la arepa era el alimento más importante para los habitantes de Altagracia, infaltable en las mesas de los pobres y de los menos pobres.

Y como todos sabemos, en esos lejanos tiempos no existía la harina de maíz pre-cocida, tampoco cocinas eléctricas ni a gas. Lo que sí había, y en casi todas las casas, era un fogón con astillas de leña a la espera de ser encendidas y, arriba de las tres topias, un budare listo para cocinar las arepas.

El maíz lo vendían en todas las pulperías y se cotizaba a un promedio de cinco lochas por litro; aunque para hacer arepas sabrosas era indispensable quitarle la concha al maíz, por lo que había que pilarlo.

Pero eso tampoco era problema, en todas las casas, mejor dicho, en muchas, había un pilón de maíz labrado en madera, generalmente ubicado al aire libre con su base enterrada en la tierra, y en la mesita de la cocina un molino “Corona” listo para moler los granos después de sancochados.

En conclusión, para comer arepas todos los días, aparte de las cinco lochas, no había impedimentos… ahí no había nada que inventar.

Mi padre era un hombre de un temperamento muy inquieto, siempre inconforme, hoy podríamos clasificarlo como un emprendedor; más bien como un innovador.

En uno de sus frecuentes viajes de negocios a Caracas, lo invitaron a visitar un pilón de maíz que había comenzado a funcionar en Turmerito, en la carretera que partía de El Valle hacia la Cortada del Guayabo.

Desde ese día su obsesión fue construir un pilón de maíz para que Altagracia se pusiera a la altura del progreso de Caracas y de otras ciudades del centro del país, donde ya no se pilaba el maíz en las casas, se compraba pilado.

Al llegar al pueblo se encompinchó con el señor Hernández, un viejo y excelente mecánico y herrero que tenía su taller en la calle José Martí, a una cuadra del negocio del Maestro Toro.

Y desde esos días comenzó un persistente y largo trajinar de aquellos dos hombres que concluyó, después de cuatro meses, en la construcción de un pilón de maíz mecánico, accionado por un motor a gasolina, fabricado con mano de obra y dirección técnica totalmente gracitanas.

Todas las pruebas que se hicieron resultaron satisfactorias. El problema ahora era: ¿a quién venderle el maíz pilado? si en muchísimas casas había los tradicionales pilones de madera y, aparentemente, sus propietarios estaban satisfechos con su desempeño.

En esos años mi padre había comprado un viejo Ford 31, vehículo llamado popularmente “colepato” que utilizaba sólo para dar unos paseítos dominicales.

Ante el problema que se le presentaba con la venta del maíz pilado, resolvió convertirlo en una pequeña camioneta pick-up. En efecto, le quitó la cajuela de atrás, que se transformaba en un asiento para dos personas y le adaptó una cajita metálica. Y con el pequeño colepato y su indomable espíritu emprendedor, asociado con su gran amigo Rafael José Arévalo, comenzó la difícil tarea de convencer al pueblo de cambiar la antiquísima tradición de pilar el maíz en las casas.

Fue titánico el esfuerzo, pero al final, como suele suceder, triunfó el “progreso” sobre la tradición, y una buena parte del pueblo se habituó al maíz pilado a máquina. Aunque unos cuantos años más tarde, la harina pre-cocida sepultaría para siempre la antigua costumbre de nuestros antepasados indígenas y también los pilones mecánicos.

Resumiendo: la electricidad y el gas reemplazaron la leña, la harina pre-cocida al maíz pilado y la plancha metálica y el horno eléctrico sustituyeron al budare, pero el progreso no pudo con la arepa que sigue invicta, reinando como el pan preferido de los venezolanos, ni tampoco con el maíz, herencia de nuestros pueblos aborígenes americanos y que, por cierto, se ha consolidado como el alimento de mayor consumo mundial.

Pedro Calzadilla Álvarez.

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