Cuando se hace un balance de las “obras” concretas de la oposición venezolana en los últimos años se hace difícil decidir cuál de todas es más perversa y ruin. Guarimbas (violencia callejera con cierre de calles y uso de jóvenes, incluyendo menores de edad); guerra económica (de la escasez y el desabastecimiento a la hiperespeculación); intento de magnicidio; intento de invasión disfrazado de ayuda humanitaria; intento de invasión mercenaria; robo de activos y empresas; ruego a otros países para que impongan bloqueos y sanciones… El memorial de agravios ha significado muerte, enfermedad, sufrimiento, hambre, desnutrición, desempleo, deserción escolar y muchas otras calamidades para el pueblo venezolano, incluyendo aquí a los segmentos de militantes y simpatizantes de la oposición o de adversarios del Gobierno (que no son exactamente lo mismo).
Pero si fuese necesario poner en primer lugar una de las fratricidas (criminales) estrategias de la derecha global y local para causar malestar generalizado y derrocar al Gobierno, perfectamente podría ser la de haber estimulado una ola migratoria y cooperado luego con la escalada xenofóbica en los países receptores, pues se trata de una canallada que no puede tener perdón ni humano ni divino.
Y es que la llamada crisis migratoria venezolana ha sido y es un fenómeno planificado, orquestado, dirigido al milímetro. Es válido creer que fue una reacción espontánea de miles y miles de personas, pero a quienes sostienen esa creencia uno, con el mayor respeto, los invitaría a revisar sus niveles de ingenuidad en sangre porque deben estar enfermizamente elevados, algo que un adulto no puede permitirse.
En los últimos días hemos presenciado con gran indignación cómo este plan macabro de los sectores opositores, con el apoyo de Estados Unidos y sus gobiernos lacayos en Europa y América Latina continúa dando retorcidos y no pocas veces trágicos frutos.
Chile, laboratorio del neoliberalismo
Para no remontarnos demasiado lejos, hablemos del reciente episodio de la quema de las pocas pertenencias de un grupo de migrantes venezolanos en Chile.
Luego de haber sido desalojadas de la plaza donde se había visto obligadas a pernoctar por su estado de pobreza extrema y por la hostilidad del entorno, a estas personas les destruyeron los escasos bienes que les quedaban. Una horda de manifestantes inoculados por la brutal campaña antivenezolana, montó una hoguera, al mejor estilo de las inquisiciones y los fascismos, para incinerar en ella los humildes enseres de gentes sin hogar, sin empleo, a miles de kilómetros de su país, en algunos casos con niños pequeños a su cargo.
Es un hecho merecedor de un análisis sociológico, pues revela cuán profundamente han calado en los sectores medios y populares de varias naciones de América Latina las matrices de opinión, impulsadas por “venezolanos” (quiero decir gente nacida acá, por ejemplo, Julio Borges) según la cual los migrantes procedentes de la patria de Bolívar son una especie de virus, una peste, una enfermedad contagiosa.
También pone de manifiesto una de las características de este fenómeno migratorio, que lo hace muy similar a los que se dan en Estados Unidos y Europa: la xenofobia va mezclada con aporofobia, es decir, que no se trata tanto de odio a los venezolanos en general, sino a los migrantes pobres venezolanos. Hay un componente de clase con gran peso específico.
En el caso de Chile, el país ha recibido con los brazos abiertos a una buena cantidad de venezolanos profesionales, personas con educación superior y con nivel de clase media. En cambio, rechaza de formas que han llegado a ser violentas, a los migrantes pobres, lo cual no es para sorprenderse, habida cuenta de que estamos hablando del país donde se sometió a prueba, a sangre y fuego con 17 años de dictadura feroz, el modelo neoliberal salvaje. Las secuelas que le han quedado a esa sociedad brotan en situaciones como la planteada con los migrantes catalogados como indeseables.
Algo similar ha ocurrido en países como Colombia, Ecuador y Perú, en lo que constituye una oprobiosa inconsecuencia histórica, pues Venezuela ha sido un tradicional receptor de colombianos, ecuatorianos y peruanos pobres, la mayoría de los cuales, por cierto, se han quedado a vivir en el país sin que haya quedado registro alguno de capítulos de violencia contra ellos.
Politólogo Alex Vásquez Portilla, especial para El Tubazo Digital.