Hace unos pocos años, cuando la convivencia era una prodigalidad alejada de esos espasmos que ha ido dejado la convivencia lisiada y las ilusiones convertidas en un amasijo de pesadumbres, Venezuela era lo que siempre había sido: “Un terruño para codiciar”.
Estrujarse la mente intentado hallar las causas de esa marabunta, es mejor dejárselo a los estudiosos de nuestra idiosincrasia, mientras los habitantes de esta heredad intentemos encontrar las coordenadas de nuestros valores como un sentido de la vida.
El éxodo de compatriotas es el drama que una nación nunca debería convalidar y, muchos menos: “Que el que se va no hace falta”.
Todos somos necesarios en el predio grande de nuestros antepasados.
La humanidad, a partir del umbral de los tiempos cuando las primeras moléculas se fueron organizando -no a recuento del azar, sino imperante necesidad del equilibro natural- y abrieron el alba de la vida, ya tenía el germen que millones de años más tarde resurgiría con las preguntas básicas de nuestro futuro: ¿Qué somos? ¿Qué es la libertad?
Europa, en la que ahora convivimos, no es una agrupación de naciones, sino una idea en sí misma, donde cada recuerdo es el presente, pero uno, por su propia cuenta, añade capas de tradiciones, reales unas, creadas otras, o colocadas a modo de una hospedería regentada por pueblos que la historia ha unido inexorablemente.
La Unión Europea, mal que bien, hoy transita al paso de “La marcha Radetzky” de Strauss, composición que Joseph Roth, nacido el mismo año de la muerte del maestro, convirtió en un relato admirable basado en la impávida Austria imperial. Y hete aquí que uno, cronista de andar y percibir al amparo de los antiguos errabundos, anda estos días de un lado a otro por las encrucijadas de la curtida piel de toro, al encuentro de entelequias y metáforas.
Un corto trabajo, “La idea de Europa” de George Steiner, va en la alforja de viaje. Son folios arropados con la introducción de Rob Riemen bajo la égida de Thomas Mann, el hombre que mejor ha sabido conjeturar el subsistir europeo.
Refiere Riemen, el fundador de las conferencias de Nexos Institute, cómo en 1934 el autor de “La montaña mágica” se vio en la obligación no desagradable de escribir una necrológica para un hombre con un legado significativo en su vida, llamado Sammi Fischer, editor húngaro-judío de Berlín, la persona que, en gran medida, “había hecho posible que él llegase a ser escritor”.
Thomas recordaba la conversación disfrutada por última vez con el longevo amigo. El editor expresó su opinión sobre un conocido común:
-No es europeo, dijo sacudiendo la cabeza.
-¿No es europeo, señor Fischer? ¿Y por qué no?
-No vislumbra nada de las grandes ideas humanas.
Y Rob matiza: “Las grandes ideas humanas, eso es la cultura europea”. Lo que el autor de “Muerte en Venecia” había aprendido de Johann Wolfgang von Goethe, y éste de Ulrico von Hutten, cuando el 25 de octubre de 1518 escribió una carta a un colega en la cual le explicaba que, aún siendo de noble cuna, no deseaba ser un aristócrata sin habérselo ganado.
“La nobleza por nacimiento es accidental y, por tanto, carece de sentido para mí. Yo busco el manantial de la nobleza en otro lugar y bebo de esas fuentes”, expresaba.
Y en ese intervalo germinó la verdadera hidalguía, la del espíritu, la nacida del cultivo de la mente para llegar a ser algo más de lo que también somos: animales.
Añadas después, Europa es para Steiner un café repleto de gente donde se escribe poesía, filosofía y se conspira sin separarse de las empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente.
Sobre ese sentimiento se levantan barreras que ya creíamos superadas o por los menos se estaba intentado con celo minimizarlas: los odios étnicos, el chovinismo, los regionalismos y la resurrección del antisemitismo. Igualmente la uniformización cultural a consecuencia de la globalización que, a su juicio, está haciendo desaparecer la variedad lingüística y cultural que era el mejor patrimonio del viejo continente.
Nadie es una isla y eso se lo recuerdo a los gobernantes de una Venezuela que no debería empequeñecer esa salida dolorosa de compatriotas huyendo hacia todos los rincones del planeta.
Vivo en la Valencia mediterránea y en ella hay ya formada una comunidad venezolana recién llegada. El coraje que imponen con el deseo de salir a flote es admirable. En el Hospital La Fe de la Seguridad Social, el más cualificado de la región, están trabajando jóvenes médicos criollos. El urólogo que nos trató un problema de hernia inguinal, y la doctora de cabecera, habían llegado de Caracas y Maracaibo hacía unos pocos meses. En las calles continuamente hay ofertas de postres y comida venezolana: arepas, golfeados, pan de jamón, hallacas, tequeños…
Eso demuestra con orgullo que en el destierro perdura la Venezuela de todos nosotros. rnaranco@hotmail.com
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