Caracas.- Iba caminando por las calles de El Paraíso, puso su mano en el bolsillo derecho del pantalón y la sensación no fue la esperada: ya no tenía su teléfono celular. Lo peor no fue haberlo perdido, sino la incertidumbre de cuándo volvería a tener otro porque en Venezuela se ha vuelto difícil comprar hasta una camisa, ¡ni pensar un equipo de alta tecnología!.
Para los venezolanos la prioridad se centra en la comida, en saciar principalmente las necesidades básicas y cumplir con el pago de servicios básicos; es por ello que cuando se pierde un teléfono pareciera que no se tendrá más nunca por los inalcanzables precios que hoy tienen esos artefactos.
En esta oportunidad hablamos de tres casos cotidianos en el que las circunstancias fueron distintas, pero el dolor fue el mismo. Un teléfono robado, otro caído y uno dañado.
El hampa obligó a decir adiós
Era la mañana de un martes cuando Paula estaba lista para ir a sus clases en el Colegio Universitario de Caracas (CUC), donde estudia Trabajo Social. Se había subido a la primera camioneta para bajar de su casa, ubicada en La Vega, al suroeste de Caracas. Sus audífonos como siempre la acompañaban para hacer más ameno el viaje, con Julieta Venegas de fondo.
Todo iba bien hasta que subió la mirada y vio a quien le arrebataría su equipo sin contemplación, al igual que le ocurrió a los otros pasajeros. Al grito de “esto es un quieto” dudó, en un primer instante, de entregarlo. Quiso oponer resistencia pero recordó haber leído en las noticias el final que ha tenido la mayoría de quienes decidieron hacerlo. Así que no quedó de otra que darle al sujeto el teléfono que había comprado con el esfuerzo de su trabajo.
La música de Venegas se apagó, las letras de Limón y Sal quedaron suspendidas. Ahora Paula lleva más de un año sin un equipo moderno, compró un “perolito”, un teléfono con el que puede enviar mensajes, llamar y hasta tomar fotos, pero no cuenta con aplicaciones que una joven de 23 años disfrutaría como WhatsApp ó Instagram. Ahora, para eso, tiene que esperar llegar a su casa y usar una tablet que le permite seguir en contacto con los suyos o tener un rato de entretenimiento.
A Paula el hampa le obligó a decirle hasta luego a las comunicaciones cuando ella lo desee…
La olla impertinente
Carlos tenía un buen trabajo que le permitía reunir y comprar algunas cosas, lo que era una bendición en medio de la crisis, pero hasta cierto punto. Luego de meses de esfuerzo había logrado adquirir un teléfono que le vendió su hermano porque iba a emigrar. El equipo tenía la mitad de la pantalla partida, pero funcionaba a la perfección, además de que contaba con una excelente cámara que lo ayudaba con su pasatiempo de tomar fotografías de la ciudad.
Sus amigos le hacían bromas a diario por el estado de su celular. Las grandes rajas que tenía su pantalla les hacía presumir que no duraría mucho, pero se equivocaron. El equipo funcionó a las mil maravillas hasta que un día una olla, como poseída por las malas vibras, puso fin a los días de chateo, llamadas y demás cosas que le permitía el dispositivo.
Un sábado, Carlos se levantó y puso el teléfono cerca del fregadero mientras preparaba café. Las personas donde vive alquilado ya le habían comentado que era riesgoso, pero él no se detuvo y siguió con la costumbre, hasta que esa mañana una olla de grandes dimensiones resbaló y encontró en el camino a la víctima 2.0.
Cuando el golpe dio con el equipo, el muchacho inmediatamente revisó, observó el líquido que salía del mismo y ya sabía que esta vez las cosas no serían fáciles. En efecto, no volvió a encender. Ya no habría más música en el Metro, ni estados en WhatsApp, ni siquiera iba a poder usar la calculadora para saber cuánto era la cuenta de las birras con sus amigos del trabajo.
Carlos ha averiguado en portales los precios de una nueva pantalla: la más barata que ha conseguido es una en 1.000 bolívares soberanos (100 millones de los de antes), un costo que no incluye la instalación. Ha pensado en ahorrar y reparar, porque comprar uno nuevo es un costo difícil, y más ahora, cuando en su mayoría se cotizan en dólares.
El chat de Gmail y Facebook son ahora su opción para comunicarse, mientras se atormenta pensando por qué tentó a la suerte y dejó que esa olla acabara con todo el esfuerzo que había invertido.
Nunca más encendió
Bien dice el dicho que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En el país esas palabras cada vez toman más fuerza, pues recuperar un bien se ha convertido en una titánica tarea, tal y como le sucedió a Brian, un joven que lleva más de un año sin teléfono, ese que es vital para su oficio como periodista.
Él ha intentado reunir, ha averiguado precios, ha buscado información acerca de cómo se repara la tarjeta lógica de su equipo, a ver si logra sacarlo del largo letargo en que cayó.
Una mañana infortunada su teléfono simplemente no encendió más. La pantalla quedó en un negro que simula ahora un luto tecnológico. Sus opciones han quedado reducidas a un “gallito”, un aparato de características simples que solo le permite llamar y enviar mensajes.
Antes, la ventaja de andar con un equipo con tan escasas funciones es que resultaban poco atractivo para el hampa; pero ahora, con la crisis tan grave, hasta estos son robados para ser revendidos.
Brian, al igual que Paula y Carlos, son tres caraqueños que andan por las calles de la ciudad sin la angustia de que les quiten sus pertenencias, pero viven anhelantes de volver a tener un teléfono funcional en sus manos.
Un ejemplo más de que la crisis arrasa con todo, de que lo que antes era alcanzable con solo tener un empleo, ahora se ha vuelto imposible porque ya para el venezolano, que cambiaba de equipos constantemente, hasta tener un “perolito” se ha convertido en un lujo.
Fuente
Julio Blanca