Hemos chocado con una derrota de envergadura. Sin embargo, algunos cierran los ojos, esperando que la realidad cambie por si misma. Se niegan a iniciar una rectificación.
El primer bloqueo a la verdad se erige tachando de pesimismo al intento de salir de los deseos confortables.
Nos aferramos al riesgo mayor: basar la política en el manejo de falsas expectativas y en el desconocimiento de la actual correlación de fuerzas. Hoy vale menos que nada, el desmentido recurso al falta poco.
De una situación de ofensiva sorpresiva, en la que Guaidó plantó un esperanzador desafío al régimen, pasamos a un empate inestable y aterrizamos en una derrota catastrófica. Jugamos muy mal, con una política que se propuso derrocar a Maduro sin el cómo ni el con qué.
Las victorias moralizan, dan fuerza, abren las puertas al control, dominio o exterminio del adversario. Es en ese ring donde el gobierno comienza a pensarse a sus anchas y a levantar las manos, aunque las piernas le flaquean.
un ganador exhausto, que reduce su base social de apoyo, con todo el país pitándolo y asediado por un aglomerado de crisis que pueden llevarlo a la lona. Sólo si sus adversarios muestran la inteligencia que ha faltado.
Los resultados comprueban que la única protección eficaz al liderazgo de Guaidó y la legitimidad de la Asamblea Nacional era votar y ganar.
Pero los actores políticos de primera línea y un sector mayoritario de la sociedad se dejaron sacar del juego por el gobierno y compraron las fantasías de la abstención.
El 6 y el 12, la oposición quedó desnuda en dos actos. Ninguna encarna una alternativa, ni está conectada al país, ni tiene opciones distintas a regresar a reconquistar la conciencia y la organización de la gente dentro de las restricciones autocráticas que impone un régimen que se comporta, según su naturaleza, autoritariamente.
Para contener el afianzamiento de un partido único y la perpetuación de Maduro, la oposición debe deslastrarse de los elementos de cultura autoritaria que la han invadido: el hegemonismo, la indiferencia ante la Constitución, la renuencia a rendir cuentas, la persecución de la disidencia o la política sin debate, conexión social y consistencia ética.
Este giro no puede ser una puesta en escena. La nueva ruta requiere un debate con los ciudadanos para forjar, desde abajo, una estrategia que sustituya la vía insurreccional por la electoral y la invocación a una invasión por el apoyo a las luchas de la población en defensa de sus derechos.
Un proceso laborioso que debe protegerse de los atajos, ahora electorales, que conduzcan a derrotas también en ese terreno. Esto implica resolver la división impuesta por visiones monolíticas, el doble rasero y la exclusión de diferencias políticamente válidas.
El epicentro de este viraje no es un cambio de dirigentes sino la constitución de una dirección colectiva capaz de articular a las fuerzas sociales democráticas. Su eje no puede ser sólo partidista.
No necesitamos caudillos, sino dirigentes con el sentido común bien puesto, sensibles a las demandas de otros, comprometidos con un país por rehacer y abiertos ellos mismos al cambio. Las elecciones regionales son una oportunidad para abrirle campo a la irrupción de esos nuevos actores, si no queremos rendirnos y quedarnos donde estamos.