La visita
Después de haber cumplido con la lectura habitual de los diarios esa mañana, me dirigí a la casa de mi amigo Norberto Montiel a quien llamábamos “El Golfo”, quien vivía en una humilde casita ubicada en el barrio Santa Rosa de Maracay, ciudad en la cual yo residía por aquellos años, recién venido del terruño.
Al llegar, siempre me atendía una de sus dos hermanas con quien éste vivía. Matilde era su nombre y de inmediato me franqueó la puerta, que consistía en un protector metálico al fondo de un pasillo encementado al descubierto de unos cinco metros de largo, el que había caminado a través del jardincito que la casa tenía justo al frente de la calle; detrás de un pequeño pretil enrejado, hermosamente construido con redondeadas y agrisadas piedras de rio, salpicadas con un moho verde que le confería un carácter de efectiva frescura a la morada de la familia Montiel Fernández.
— Buenos días, Sr. Hildebrando; caramba, llega usted hoy más temprano…! —Me dijo—,
— Buenos días Matilde, eran tantas las ganas de verte…! —Respondí saleroso, atajando sus palabras, de sorpresa; algo que después me dio vergüenza al notarla un tanto intimidada por mi actitud—.
Pasé a través de la puerta frontal de la casa en sí, casi siempre abierta de par en par —pero no esta vez— durante las horas del día. Iba detrás de ella, vestida con un ajustado jeans que sobradamente resaltaba sus frondosos atributos de fémina bien dotada y, camisa floreada ancha, ceñida al talle mediante la tira de un delantal de hule con una brocha en un bolsillo que me hizo suponer estaría ella trabajando cuando llamé.
Se entraba así a un angosto zaguán que conducía a una modesta aunque bien pulcra salita de recibo donde como todos los domingos, era recibido por la hermana menor de mi amigo, que como de costumbre antes de yo llegar seguramente regresaba del jardín del fondo con un hermoso ramo de flores frescas, que ahora podía ver semienvueltas en un paño blanco al lado de unas gruesas tijeras sobre la mesa; entonces vi cuando las depositó con gran ternura en el florero de adorno del comedor —lo cual me conmovía al extremo, verla hacer éso—, que ya tenía en su interior un poco de agua fresca.
Cosa que religiosamente hacía, casualmente cuando yo llegaba, tal como ahora; y, quizás, como una forma de mantener presente el espíritu de su amada madre doña Hortensia, de quien lo habría aprendido a lo largo de tantos años, en que estuvieron juntas.
…Entonces ella interrogó dirigiéndose a mí de la misma manera que siempre acostumbraba, diciendo:
— Le apetece un poco de café?…
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Tomado del libro Relatos Oníricos de La Atascosa; “Las Evasiones de Hilario Coba”, de la autoría de Mario Celis Cobeña.