Cerca del mediodía regresé con mis hermanos de la escuela Ángel Moreno. Nos demoramos un poco viendo una pelea de dos alumnos en la calle Sucre, frente a la tienda de Alfonso De Gregorio. Nos disponíamos a comer en el momento en que mi madre le ordena a uno de los mayores:
— En lo que termines de almorzar, ve a casa del doctor Gutiérrez y le dices que me haga el favor de venir, que tengo a César con una fiebre muy alta.
Un par de horas más tarde llegó el doctor, y mi madre en forma resumida le informó:
— Doctor, César se sintió mal ayer y esta mañana no pudo ir a la escuela, tenía fiebre de 39 grados. Además, tiene escalofríos y mucho dolor de cabeza. Por eso le pedí que me hiciera el favor de venir.
El médico examinó brevemente al pequeño paciente, interrogó a mi madre sobre otros síntomas y rápidamente diagnosticó:
— María, este niño sin dudas lo que tiene es paludismo, hay varios enfermos en el pueblo. En estos días tienes que extremar las medidas preventivas. Ya tú las conoces: rociar sin falta el Flit en los cuartos al oscurecer y, por las noches, que no quede un solo dormitorio sin mosquitero.
Y seguidamente le entregó un récipe, diciéndole:
—Vamos a darle quinina y dentro de dos días ya estará mejor. Toma el récipe y las indicaciones. Cualquier novedad me la comunicas de inmediato.
Después de que el doctor se marchó, otro de mis hermanos salió corriendo a comprar la medicina en la botica Frydensberg del señor Espejo, situada muy cerca, en la calle Rondón.
La maldición del paludismo, también conocido como malaria, llegó a Venezuela, y a toda la América Latina, con los conquistadores españoles y con los esclavizados negros traídos por ellos desde el África. Y desde entonces fue una de las enfermedades de mayor incidencia en el país, hasta el día en que se iniciaron algunos programas exitosos en el combate contra esa terrible epidemia, tanto en el campo del mejoramiento ambiental, como en el suministro gratuito de medicamentos; campañas que se iniciaron a finales de la tercera década del siglo XX.
Es oportuno recordar que la malaria es una de las pocas enfermedades endémicas, que han azotado al planeta, para la cual todavía no se ha conseguido una vacuna que tenga la autorización de la Organización Mundial de la Salud. Hay algunas en período de prueba, aún sin aprobación de ese ente multinacional.
En los años de esta pequeña crónica los medios para combatir el paludismo se limitaban a la quinina y a otros medicamentos complementarios. También se recurría a la prevención, es decir, al exterminio de las larvas del mosquito anófeles, vector de los parásitos unicelulares del género Plasmodium.
Objetivo éste alcanzado con cierto éxito en Altagracia, luego de la eliminación de muchos de los sitios donde el mosquito se reproducía, como charcos, humedales, estanques, lagunas y en general aguas estancadas, al igual que la eliminación de estos insectos mediante sistemáticas campañas de fumigación.
Los primeros intentos por eliminar los criaderos del mosquito transmisor de la malaria se iniciaron tímidamente en Venezuela en el año 1936, después de la creación de la División de Malariología, dependencia del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social, a cuyo frente estuvo al doctor Arnoldo Gabaldón.
Luego de los planes de saneamiento ambiental adelantados por esa División, en 1945 se sumó una novedosa campaña de fumigación con el insecticida DDT.
En Altagracia, la creación de la Oficina de Malariología, bajo la dirección del joven técnico Miguel Ávila, le dio un gran impulso a la construcción de obras de saneamiento ambiental, que en el pueblo todos llamábamos los “canales de malariología”.
Estas obras eliminaron los depósitos de aguas estancadas y los humedales que quedaban en el pueblo después de las lluvias, acciones que junto con las continuas y eficientes campañas de fumigación con DDT, en pocos años lograron poner la epidemia bajo control.
En mi casa las medidas preventivas se aplicaban con bastante disciplina y consistían, tal como dijo el doctor, en rociar Flit al atardecer en las habitaciones y cubrir todas las camas y chinchorros con mosquiteros.
Pero la utilización de este protector aumentaba la temperatura en las noches calurosas del verano, por lo que nunca faltaba un infractor de esa disciplina que, en ocasiones, desobedeciendo las órdenes de nuestros mayores, prescindiera de su mosquitero. Y en cuanto al insecticida, mis tres hermanos mayores (en aquellos años éramos siete), se turnaban para rociarlo.
Al anochecer, el rociador de turno tomaba la bomba y la latica de Flit para proceder a la fumigación de los cuartos, cerrando previamente todas las ventanas y puertas. Debía hacer énfasis en los rincones y sitios más oscuros.
Todos procurábamos mantener clausuradas las habitaciones durante un par de horas, para evitar que el penetrante y desagradable olor del insecticida se extendiera por toda la casa y, de paso, hacer más exitosa la operación, evitando que los mosquitos pudieran escapar a la acción de la fumigación.
La palabra Flit era la marca comercial de un aceite mineral producido y comercializado desde el año 1923 por la empresa norteamericana Standard Oil Company, mejor conocida en Venezuela como la ESSO (hoy Exxon Mobil). La formulación de este producto contenía 5% de DDT, por lo que fue prohibido en los años tempranos de la década de los 50, debido a su impacto negativo sobre el medioambiente.
En Altagracia, después de las exitosas campañas de prevención de los años 40 y parte de los 50, con frecuencia sólo había casos aislados de paludismo. Pero en otras poblaciones del distrito Monagas la incidencia fue mucho mayor. Vale la pena mencionar el caso de Lezama, cuya población había disminuido alarmantemente a causa del paludismo, tanto por las muertes como por la migración de sus habitantes hacia Altagracia y a otras poblaciones cercanas huyendo del implacable mosquito.
Pero volvamos a las palabras iniciales de esta pequeña historia. A los pocos días de la visita del doctor Gutiérrez, iba yo con mi hermano César, aparentemente ya curado del paludismo, y cuatro compañeros de la escuela Ángel Moreno por la calle Pellón y Palacios, llegando a la bomba de gasolina de Pumo, en La Playera, cuando de pronto se armó una discusión.
Mi hermano argumentaba que si nos íbamos a bañar al pozo del Naranjillo llegaríamos tarde a la escuela, donde comenzaban las clases a las 2:00 pm, y opinaba que nos quedáramos en el pozo de La Laja que estaba cerquita, un poco más abajo del paso de la Fortuna. Getulio y otros dos insistían en ir a El Naranjillo. Finalmente se impuso la mayoría y enfilamos hacia el norte, hacia el paso de la Susana, rumbo al Naranjillo.
Por supuesto, mi hermano y yo llegamos a la escuela con varios minutos de retraso y, junto con los otros cuatro infractores, nos “despacharon”, al final de la tarde, cinco minutos después de haber salido el resto de los alumnos.