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Crónicas del Olvido / El púlpito del padre Chacín

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De los bolsillos salían manzanas, peras, mamones, cambures, caramelos, guásimos y toda suerte de golosinas y panes rellenos, en un acto de magia que completaba con su brazo de pitcher desde la planta baja del Liceo “José Gil Fortoul” hasta el cuarto piso donde los de tercer año esperábamos la entrada en los laboratorios.

Cuando hacía entrada el padre Rafael Chacín Soto con su voz de trueno, temblaban los vidrios. Voz de bajo sin orquestación.

Su andar por el patio central del Liceo. Su caminar rápido por los pasillos del inmenso plantel. Su trueno vocal en las aulas de clases.

Sus homilías, sus discursos. La manera de atender a los enfermos a punto de morir.

Su inteligencia, su humor, el amor a la consagración de un apostolado que lo convirtió en el símbolo de un pueblo que lo celebra en el centenario de su nacimiento.

De aquellas imágenes en el “José Gil Fortoul” siguen siendo reseña obligada en quienes aún lo recordamos.

Monseñor Rafael Chacín Soto, el padre Chacín, descuella desde la memoria: un día cualquiera en su hamaca de la Casa Parroquial, el montón de libros y periódicos en el piso.

La ventana abierta para que entrara la plaza Bolívar. El ruido temprano de los primeros vehículos. Y una mañana, con una taza de café en la mano, mientras el sol llanera reventaba en las voces de un grupo de muchachos alzados contra el gobierno.

Las frutas que salían de sus bolsillos asentaban el carácter de ese hombre que reunía condiciones de filósofo, boxeador, constructor, poeta, compositor, cantante, docente.

En fin, un ser humano que integró toda su vocación para darse desde el púlpito, desde la voz  bronca que los domingos invadía la Catedral de Nuestra Señora de la Candelaria.  

En Valle de la Pascua no había corredor más veloz que yo. Mentira, me superaban mi hermano Luis y Peniche, un compañero de estudios del Grupo escolar “Rafael González Udis”.

Viene a cuento lo de mi pasión de atleta porque la más exitosa fue marcada durante varias semanas por la persecución de la que fui objeto por parte de un guapetón, carrera en la que salían a relucir el Teorema de Pitágoras, las Leyes de Mendel y mi pobre madre.

Por esa deportivísima razón caí en manos del padre Rafael Chacín Soto, también cronista, loco de perinola, benefactor de los habitantes de la Laguna del Rosario; excelente conversador y casi santo, al decir de muchos.

Mi vocación sacerdotal, demasiado precoz, la perdí gracias al padre Chacín:

-Tú no tienes cara de seminarista, no sirves para eso; tienes mirada de mahometano.

Y tenía razón, porque las corvas, curvas y pantorrillas de una adolescente en un poema del Corán son más dulces que una penitencia y un rosario. Aunque todavía me rondan los deseos de ser santo.

Pese a todo, el ejercicio de monaguillo me llegó con la ausencia de Witrico, un día que amaneció enfermo: había muerto el Papa Bueno, Juan XXIII, de modo que ayudé a oficiar un evento que creo mucha gente aún recuerda.

Así, “desvocacionado”, al arribar al liceo, ya tenía conocimiento del padre Chacín, quien no pensaba dos veces para “cuerear” a los muchachos que le salían de la santidad, como lo hizo con mi hermano Perico, extraordinario ejemplar de la provocación conspirativa y del oportuno mangazo en la espalda, hoy convertido en un vital y agradable ángel de la guarda de estas impertinencias que escribo.

Rafael Chacín Soto hacía un mercado de ropa para los pobres. En una motico Vespa cargaba con todo cuando encontraba en las tiendas de los mahometanos, como él los llamaba para molestarlos.

Una vez cubierta la parte trasera de su europeo y marginal vehículo –casi de tracción sanguínea-, se enfrentaba al tendero:

-¿Cuánto te debo, musulmán?

-Ah, “badre”, usted me debe dos mil bolívares.

Chacín refunfuñaba y respondía:

-Está bien, toma estos quinientos, que los demás te los paga Dios.

Y se largaba feliz envuelto por el humo y run-run de la moto.

Una vez dio un mitin –desde el púlpito- sobre los peligros de creerse “Superman”. Yo sentía que se dirigía a mí, porque en el fondo me parecía a Clark Kent.

Entonces entendí que el padre Rafael Chacín Soto tenía demasiado humor celestial, por lo de Superman que siempre volaba alto, porque Dios sabía que de todas maneras este párroco de La Pascua tenía parte del cielo ganado.

Cuando se cumplen cien años de su llegada al mundo, Valle de la Pascua lo recordará como una de sus bondades humanas –terrenales y celestiales-, culturales, políticas, sociales y pedagógicas.

Desde aquella lejanía del Colegio “Juan Germán Roscio”, desde aquel momento adherido a las paredes de la iglesia que nos daba sombra durante los recreos, desde los ratos vocingleros en las aulas y en las calles, desde el rigor de aquellas clases, desde todo eso, la fiesta habrá de ser para recordar y agradecer a quien tanto dio y dejó en la memoria de los pascuenses.

Aún escuchamos las palabras del padre Rafael Chacín Soto desde el púlpito de la bella Catedral de La Pascua.

Todavía escuchamos su risa en los pasillos del Liceo “José Gil Fortoul”. Todavía oímos sus pasos en la plaza Bolívar.

Un día, un poco antes de dejar La Pascua, el padre Chacín atendió las últimas horas de mi abuela Amelia Loreto de Hernández.

Recuerdo la mirada opaca de mi vieja y la sonrisa dura, pero también fresca, en los labios del padre Chacín.

Entonces mi casa se llenó de ese hombre que se despidió con su vocezota en medio de tanta tristeza.

Mi abuela murió en paz.

Allá afuera, en la Calle La Mascota, Rafael Chacín Soto se despojó del clergyman y caminó hombre de Dios y del mundo hacia el centro de Valle de la Pascua. 

Esa mañana, abrazó a mi padre bajo la sombra del inmenso tamarindo.

Yo lo vi cruzar la esquina de la González Padrón con La Mascota. El viento batía su sotana, aquel 24 de diciembre de 1967.

Alberto Hernández

(a mi primo Guillermo Loreto Mata)

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