J. M. LLERENA/ La caprichosa intermitencia de las luciérnagas

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Me han presentado a Astrid Salazar como diez veces, y aún no sabe quién soy. No la culpo. Para ser sinceros, yo tampoco lo sé.

O ella tiene muy mala memoria, o yo una cara fácil de olvidar. ¿Y a santo de qué recordarla, si cada mañana se me hace más difícil reconocer al perplejo que me devuelve la mirada de borrego desde la empañada luna del baño?

Que alguien se acuerde de mi cara –no digamos de mi nombre– es lo de menos. No vine a hablar de eso. Por alguna extraña razón el bucle presentación – olvido me trajo a memoria “Puente”, un poema de Astrid con el que tropecé hace unos años.

Soy un puente
lo sé
me lo cantan en susurros mis ancestros

Un destino escrito en la vetusta madera de los travesaños, cruzados por quienes buscan la luz o los atardeceres, o los que prefieren ver deslizarse el agua o pasar la noche al cobijo de las estrellas.

Otros se detienen por varios días,
a veces sólo por horas cuando el sol está por despedirse.
Y duermen arropados de estrellas y luciérnagas

Eventualmente los ciclos tienden a lo automático, a la insensibilidad: los viajantes ya no notan el puente bajo sus pies, menos el precario estado de la estructura.

Soy un puente
lo sé
pero hay pisadas tan fuertes

Un andante, que resulta tener alma de puente –al parecer un antiguo puente que aprendió a dejar de serlo—, se toma el tiempo para reparar el viejo puente y enseñarle que si lo desea puede dedicarse al oficio de restaurador, dejando de ser puente sin perder la esencia.

Una vez cruzó en mí un hombre alto
su Alma también era de puente
fue la única vez que respiré

El viejo puente decide probar suerte, pero se pierde ebrio entre los bares de la zona, mientras ejecuta en medio de la pista una solitaria danza rota, resabio del enorme peso de las pisadas cuando yacía descolgada (el puente es ella) encima del abismo que separa la noche del día.

Conecto la noche con el día
y sólo los que buscan la luz
han de atravesarme

Sólo ahora, recién extraviado el eslabón que unía el crepúsculo y el alba, el lugar del arrullo de las aguas en su sereno discurrir sobre los muslos iluminados a retazos por la caprichosa intermitencia de las luciérnagas, se nota su ausencia.

Muchos se quedan a mitad del camino
mirando cómo corre el agua por mis piernas

Ahí donde la colosal complejidad del carácter y las relaciones humanas erigen murallas o abren simas insondables, la poesía –vínculo, factor común– tiende puentes para reconocernos en el otro, encontrarnos o perdernos de una vez por todas.

J. M. Llerena

J. M. Llerena/ La vacuna

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