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J. M. Llerena/ La vacuna

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A Beto, in memoriam


Bien podría tratarse del nombre de una hacienda. “La vacuna” tiene reminiscencias bucólicas. La palabra huele a rocío de hierba del campo, suena a matutinas tonadas de ordeño. En su acepción más común, relacionada con el área de la salud, trae a memoria defensa, antídoto, incluso esperanza. No obstante, en el lenguaje del barrio, su significado es siniestro.

Beto, posó la planta del pie en el suelo que no bebió tu sangre. ¿Se perdió para siempre tu sangre? ¿La evaporó el sol de aquel día que amaneció como cualquier otro? Corrió aún caliente en dirección a la cuneta, dibujando en la acera un río de cause imposible.

El rumor se extendió por las calles –mataron a Beto en su negocio– hasta alcanzar el pueblo entero. Pese a todo, Palo Negro siguió su órbita habitual. Tampoco se afectó el mercado bursátil ni la bolsa de valores.

Los comercios chinos y propios mantuvieron sus puertas abiertas. De costumbre los buhoneros pregonaron sus mercancías a viva voz. Igual hubo que salir a buscar el sustento diario. Nada cambió. Nada se detuvo. Pasará lo mismo cuando nos toque a nosotros.

Beto, ¿qué te voy a contar que ya no sepas? Tu sistema inmune creó resistencia a la vacuna. Vulnerable ante la enfermedad, vinieron por ti. Una bala a quemarropa detrás de la cabeza se llevó de inmediato penas y glorias ¿Qué clase de vacuna es capaz de inmunizarnos contra el sicario que acecha en las sombras?

Entonces brotó sin remedio tu sangre sobre estas baldosas pulidas. Por horas estuviste expuesto al morbo social de las redes y a la indiferente curiosidad de los transeúntes.

Al fin levantaron los despojos. Lavaron la superficie. No hay rastro visible de sangre. ¿Cuántos tobos de llanto son necesarios para remover una vida coagulada en el piso? ¿Se llega a limpiar el recuerdo, el trauma? ¿Se lava el dolor, se quita la mancha? ¿Y qué hay del terror que sembraron?

Indolentes, no terminamos de entender que no es un simple charco de sangre. No es sólo Beto desangrado en el piso. Somos todos. Un hijo sin padre. Una madre y un padre sin hijo. Un pasillo solitario. Una casa en silencio. Un hueco en la habitación.

Una mujer desesperada a la que no se le hará el amor. Un te amo que nunca se dijo y ahora carece de sentido. Un beso suspendido en el vacío que habita entre los brazos y las piernas. Una extremidad fantasma.

Beto, he vuelto a la escena del crimen. Me detengo en el lugar donde quedó tendido tu cuerpo cual promontorio dormido, cubierto de flores silvestres, hermosamente muerto. ¿Debería acostarme también? Clama tu sangre desde el piso ¿Cuántas veces Caín matará a Abel?

Me siento profano, avergonzado quizá, acostumbrado a cerrar los ojos o a mirar hacia otro lado, como si hacernos los locos nos inmuniza contra la realidad.

Quien es la enfermedad la inocula y luego ofrece una cura temporal –al más alto costo, claro está–. La suscripción requiere una dosis mensual.

Quien es la enfermedad se cree poseedor de la vida y la muerte, amparo de impunidad. Los de acá somos intemperie a merced de elementos hostiles.

En la dimensión del barrio pagar la vacuna fortalece la enfermedad, no la combate. La sangre en el piso no es más que el signo reservado para quienes rechazan la vacuna.

J. M. Llerena

J. M. Llerena / Arte gastronómico: Venezuela a la carta

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