Home Circunstancias guariqueñas Pedro Calzadilla Álvarez: Oro en Orituco

Pedro Calzadilla Álvarez: Oro en Orituco

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Era viernes por la tarde y Rafael, Darío, Julio y yo, todos alumnos del cuarto grado, habíamos iniciado una interesante discusión en el patio. Pero a los pocos minutos sonó la campana, señalando el fin del recreo y el retorno al salón de clases.
El tema del intercambio era unas minas de oro que, supuestamente, existieron en Altagracia de Orituco algunos años después de su fundación. Al reiniciar la clase, el maestro José Ángel Adames nos alertó: 
— Bueno… a esta hora, como todos los días después del receso, nos toca hablar de historia.
Antes de que comenzara, Julio, que era uno de los mejores alumnos del curso y muy apreciado por todos, levantó la mano.
Es necesario aclarar que el maestro Adames fue, toda su vida, un apasionado por la historia. Quizás esa era la razón por la que todos los días, por la mañana y por la tarde, hacía largas disertaciones relativas al proceso  histórico del país, haciendo hincapié en el balance de los enfrentamientos bélicos, de los que hacía una minuciosa disección.
Eso lo llevaba a mencionar a los jefes de cada ejército, ofreciéndonos partes de guerra donde incluía el número de soldados que participaron por cada bando, los muertos, los heridos, lo prisioneros, las armas incautadas y otros muchos detalles de la confrontación. 
— Maestro. — Dijo Tulio con bastante determinación. — Con su permiso. A nombre de varios compañeros quisiera hacerle una consulta.
— Adelante. —Respondió el maestro sin vacilar.
— En el receso, cuatro alumnos estuvimos discutiendo sobre una cuestión que seguramente usted conoce muy bien. Se trata de las supuestas minas de oro que, según afirmaron algunos cronistas, existieron en Orituco. ¿Nos podría hablar de ese tema? 
Meneando la cabeza de arriba abajo, expresó: — Hacía mucho tiempo que no oía hablar de ese asunto. —Hizo una breve pausa, y continuó:— Sí, como no. Voy a referirles lo poco que conozco de esa vieja leyenda.
Y como cosa rara, en un brevísimo discurso se refirió a lo antiguo de esas versiones, dio algunos detalles de la entrada de los españoles al valle del río Orituco desde el norte, por la sierra Maestra, alrededor del año 1600, y los fracasos que tuvieron en la búsqueda de oro.
Culminó afirmando que todas esas referencias al oro de Apa y Carapa, y de las minas de  Chacón y del capitán Silva, eran sólo leyendas y, como tales, no valía la pena perder tiempo discutiendo sobre si existieron o no, ya que no hay documentos en qué apoyarse.
A ninguno de los cuatro satisfizo la versión del maestro Adames. Esa tarde regresé de la escuela con mayor avidez por conocer más detalles sobre esa fantástica y fabulosa historia de la existencia de oro en nuestro pueblo.
Pregunté a mis hermanos mayores y a mis padres. Ninguno tenía ni siquiera idea de dónde quedaban Apa y Carapa, y tampoco de la supuesta existencia de minas en las quebradas de Quere y Apamate.
Las noticias que nos dejaron los cronistas Cisneros y Oviedo y Baños, en el siglo XVIII, y el primer historiador y cronista de Altagracia, nuestro Adolfo Antonio Machado, a finales del XIX, coinciden en afirmar como un hecho cierto la existencia de esos yacimientos.
A continuación, en unas pocas líneas, intentaré ofrecer un pequeño resumen de esas antiguas “noticiasIYQ”.
Las huestes españolas, que vinieron a la conquista y colonización de América, llegaron imbuidas de las ideas mercantilistas  de los siglos XVI y XVII,  propias de los europeos de ese tiempo; concepciones que atribuían a los metales preciosos, y particularmente al oro, el origen de toda riqueza.
Y es por ello que los invasores españoles, al menos en los primeros 100 años de la Conquista y Colonización, dedicaron la mayor parte de su tiempo a la búsqueda del metal amarillo, que en Venezuela se resumió en la conquista del fabuloso y escurridizo Dorado. Así pues, los afanes iniciales de los invasores del valle del Orituco fueron los mismos que en el resto del país: encontrar oro
.
En el caso de Orituco, el asunto se inició con la fundación de un pequeño poblado en Barlovento: San Juan de la Paz en el año 1584, para desde allí iniciar la explotación de las supuestas minas de oro de Apa y Carapa, dos pequeñas quebradas afluentes del río Taguaza, tributario del Tuy.
Ese objetivo no lo lograron los conquistadores, porque los indios tomuzos, según algunos cronistas, les hicieron la guerra y tuvieron que abandonar el lugar.
Años más tarde, el gobernador de la provincia organiza una nueva expedición para la búsqueda de las minas perdidas, y pone al frente a Sebastián Díaz de Alfaro, quien refunda la desaparecida población de San Juan de la Paz, hoy conocida con el nombre de Aragüita.
Después de que fracasa en la búsqueda de la minas de Apa y Carapa, Díaz de Alfaro resuelve seguir hacia el sur a la caza del preciado mineral. Esas exploraciones lo llevaron hasta el sitio, unos 100 kilómetros más al sur, donde decide fundar San Sebastián de los Reyes.
Sobre las minas de Chacón y el capitán Silva Machado abunda en las “referencias, noticias y comentarios” conservados a través de la tradición oral, y concluye sosteniendo la veracidad de la existencia de los yacimientos en Apamate y El Diamante.
El domingo por la tarde, tal como lo hacíamos frecuentemente, dos de mis hermanos y yo nos fuimos a la casa del tío Pablo, un viejito de casi 90 años, muy cariñoso con sus nietos y sobrinos y, sobre todo, muy conversador, contador de historias de “revoluciones” y de otros muchos sucesos importantes ocurridos en esta comarca.
Esa tarde, cuando me dio la primera oportunidad, le pregunté si él sabía algo sobre unas supuestas minas de oro que existieron en las quebradas de Apa y Carapa y en algunos lugares cercanos a nuestro pueblo. Cuando le hice la pregunta la alegría le iluminó el rostro. Enseguida comprendí que el asunto no le era ajeno y que, por el contrario, le interesaba.
Con mucha calma y mirándome a los ojos me preguntó:
— Dime hijo, ¿y de dónde sacaste tú esa idea de que por acá pudiera haber oro?
La pregunta me sorprendió y casi me arrepiento de haberle interrogado. Inmediatamente reaccioné y le conté lo que el maestro nos había referido.
Se quedó unos segundos pensativo y yo me quede callado, sin tener nada que decir. De pronto, entusiasmado, comenzó:
— Es una historia larga, pero se las voy a resumir, porque es muy interesante y sé que les va a gustar. Esa leyenda del oro en Orituco es muy antigua. Tiene su origen en esa idea que traían los españoles que invadieron los territorios americanos, de que la riqueza residía en los metales preciosos. Ellos recorrieron todos los espacios del Orituco, exploraron en las quebradas, hicieron excavaciones en muchos lugares, sobre todo hacia los morros de Macayra y Apamate, y no encontraron nada. 
Se tomó un breve descanso, y continuó:
— Como ustedes saben, el bisabuelo de ustedes, mi padre, Francisco de Paula Paz Castillo, quien vivió su juventud en Aragüita. Allí tuvo la oportunidad de conocer esa leyenda.
En cierta ocasión fue invitado por unos amigos a una expedición a las quebradas de Apa y Carapa y de paso a ver qué había de cierto en las tan mentadas minas.
Un día, estando yo muy jovencito, me habló de este asunto y me afirmó que, al igual que en Altagracia, en Aragüita la gente todavía soñaba con ese oro que nunca apareció.
Me ratificó que él había recorrido las dos quebradas en compañía de sus amigos de Aragüita, y que habían explorado los célebres riachuelos sin hallar nada parecido al oro. Eso sí, mucho monte y culebras en cantidad. 
— Bueno, en conclusión les digo que, en mi modesta opinión, en el Orituco el único oro que existió fue el cacao que los españoles llegaron a producir con el esfuerzo y sudor de los esclavos negros que trajeron de Barlovento, porque los indios nunca aceptaron someterse a la esclavitud.
Y al parecer, ese oro como que se agotó para siempre.
Con esta información logré aclarar bastante el asunto, lo que me fue muy útil, porque el lunes cuando regresé a la escuela y salimos al recreo, se armaron numerosas discusiones sobre las supuestas minas y, en el grupo donde intervine, aporté buenos argumentos.
Días más tarde, en el salón de clase se armó un debate sobre el mismo tema y allí tuve oportunidad de contar las experiencias del bisabuelo Paz Castillo. Al final de mi intervención todos quedaron callados, poniendo en duda, quizás por primera vez, la existencia del metal amarillo en nuestro pueblo.
El maestro Adames finalizó esa clase reafirmando su convicción de que la existencia de oro en la región es parte de una vieja leyenda.
Sin embargo, a pesar de todas las argumentaciones que niegan su existencia, todavía hay personas en el pueblo, aunque pocas, que siguen soñando, como en los viejos tiempos, con oro en Orituco.
Pedro Calzadilla Álvarez

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