El hecho es que Chávez se rindió, Santeliz le facilitó el traslado al Ministerio de la Defensa bajo el acuerdo del presidente y del ministro de la Defensa. Allí fue recibido con respeto y consideración (algunos señalarían luego que con exceso), hizo su famosa alocución, hambriento, se hartó en la mesa de los generales. Más adelante estaría preso con visitas de los jerarcas del Estado que estaban en la conspiración, con la asistencia de sacerdotes de alto coturno, periodistas, amigos, devotos del nuevo héroe, visitantes políticos o íntimos, periodistas con cámara y grabadores.
Ahora veo con estupor la ejecución de Oscar Pérez y su grupo. El hombre recio pero rendido, abierto a la negociación que se había iniciado, dispuesto a ir a la cárcel y sin que quedara duda alguna con los videos que testimonian su actitud. Pero nada. La orden estaba dada. Había que matarlos y para ello no solo emplearon las fuerzas militares y policiales sino los paramilitares del régimen. Estas muertes no eran inevitables según los testimonios existentes; pero también aterra cómo funcionarios venezolanos con la mayor sangre fría siguen órdenes ilegales, a plena luz del día, sin que les tiemble el músculo de la vergüenza. Uno puede querer decir que tales procederes son típicos de los comunistas cubanos, y es verdad; pero estos venezolanos, militares, policías y paramilitares disfrutan estos crímenes, de tanto que se han compenetrado con la causa de la mafia roja.
Chávez dejó decenas de muertes en su golpe de Estado. Oscar Pérez, que se sepa, hizo acciones espectaculares y videos con proclamas, pero no tenía muertes como resultado de su acción de insurrecto.
Chávez dijo “por ahora”. Pérez recibió un tiro en la frente.
No era “show”.