Los médicos en ocasiones hacían las veces de policías. Lidia Bogdanovich en su libro “Notas de una psiquiatra” refiere el caso de una paciente que la visita para plantearle sus angustias porque sospecha que su esposo le es infiel. La sospecha se fundamentan en las salidas nocturnas de su conyugue. Bogdanovich toma nota, investiga y se presenta con los gendarmes a la casa de su paciente y le explica: “Todo resultó peor, tu esposo no te traiciona a ti, sino a la patria”. Por eso Solzhenitsyn dice que muchos rusos se alegraban si la esposa los traicionaba porque no pasaba nada: peor es si la traición es a la patria.
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En los campos de concentración se presentaban en la mañana el comisario y gritaba: ¿Hay muertos? Los presos muchas veces callaban aunque todos los días había muertos. Callaban para repartirse la miserable ración de comida que le correspondía al fallecido y sólo informaban del deceso cuando el hedor era insoportable.
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Para constatar la muerte en el Gulag no se solicitaba la experticia de un médico: un preso tomaba un martillo y golpeaba la cabeza o los dedos del otro preso, cuya quietud lo hacía sospechosos de ser cadáver.
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Un opositor al régimen estalinista podía ser enviado a una cárcel o a un hospital psiquiátrico con un diagnóstico médico frecuente: esquizofrenia.
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Cito textualmente un párrafo del capítulo V de la primera parte de Archipiélago Gulag: “El médico de la prisión es el mejor auxiliar del instructor y del verdugo. El apaleado abrirá los ojos en el suelo y oirá la voz del médico: se puede más, el pulso es normal. Después de cinco días de calabozo helado, el médico observa el cuerpo yerto y desnudo y dirá: se puede más. Cuando matan a palos, firma el acta: muerte por cirrosis del hígado, infarto. Le llaman urgentemente; hay un moribundo en la celda; él no se da prisa. Al que se comporte de otra manera no lo mantendrán en nuestras cárceles”.
Edgardo Rafael Malaspina Guerra