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Miguel Méndez Rodulfo / Comunicación en la educación

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Hace años, laborando en Pdvsa, como parte de mi desarrollo profesional, me enviaron a hacer un curso sobre comunicación efectiva. Luego de una hora en que transcurrió el formalismo de presentación de los participantes y que el instructor definiera los objetivos y alcances del curso, nos pidió a los presentes que diseñáramos una presentación para exponer un tema cualquiera de nuestra rutina de trabajo, que requiriera ser explicada a otras personas. Para ello nos dio el resto de la mañana. Cada uno escogió su temática y se dispuso a diseñar la presentación.

Yo escogí un tema que consideré concreto y puntual, evitando las divagaciones. Lo desarrollé en detalle, profusamente y elaboré mis láminas. En la tarde cada uno de los asistentes expuso durante 20 minutos su presentación ante los demás. El instructor filmaba a cada uno de los exponentes. El viernes en la mañana cuando vimos el video de la exposición hecha el lunes anterior, a todos nos dio vergüenza lo mal que lo habíamos hecho.

¿Qué había ocurrido para que todos hubiésemos cambiado tanto nuestra técnica de comunicación, al punto de sentir pena? Paso a explicarlo. En la medida que el curso avanzó, de martes a viernes, nos impartieron técnicas efectivas de contenido del mensaje, de su dosificación, del diseño de la presentación, de la mejor manera de exponer ideas, y lo más importante, de nuestra relación con la audiencia y de cómo interactuar con ella.

En la presentación inicial, todos cometimos errores apreciables tales como: mensaje complejo y detallado; incontinencia al hablar, no marcar pausas, no usar la técnica del silencio, ni pasar revista con la mirada a todos los cursantes, darle la espalda al público, dar por sentado que todos habían entendido, no verificar con preguntas si efectivamente el mensaje se había trasmitido, o preguntarle a una sola persona, etc.

Lo fundamental de todos estos aspectos, a mi modo de entender, fue aplicar la técnica del silencio: contener el ímpetu verborréico, ceder el protagonismo y parar de hablar. En la medida que una exposición avance y se haya explicado una idea clave o un concepto básico, para verificar que se ha comprendido la explicación, es necesario formular una pregunta (sin dirigirla a nadie en particular), luego hacer silencio en tanto que se dirige una mirada escrutadora sobre los asistentes.

Si por ejemplo se está hablando de hiperinflación, después de explicar sus causas: emisión inorgánica de dinero, control cambiario, controles de precios, disminución drástica de la oferta, etc., procede hacer una pregunta a la clase como la siguiente ¿Quién puede explicar lo que significa la emisión inorgánica de dinero? El uso intencional del silencio, que sigue a la pregunta, y el paneo visual sobre cada uno, al inicio producirá desazón en el alumnado y evitarán cruzar mirada con el profesor o facilitador, de manera que verán su pupitre, sus manos, ojearán el libro, etc. El silencio se convierte en una pesada y espesa carga. Lo que se busca con esto es que poco a poco se despierte la reflexión en la mente de cada asistente y comiencen a pensar en la respuesta a la pregunta.

Esta dinámica, hecha consuetudinaria, trae al aquí y al ahora a muchos que estando presentes físicamente en la clase, se han abstraído de la explicación (en parte por los monólogos encadenados) y su mente divaga imaginando que están en otra parte, disfrutando un ocio placentero. La pregunta y el silencio, tiene el efecto provocador de devolverlos al aula y activar su cerebro. Demás está decir que esta técnica mejora notablemente la atención.

Cuando alguien por fin levanta la mano y responde, la contesta puede ser buena o mala, no importa porque el instructor hará otras preguntas ¿Qué piensan los demás de lo que acaban de oír? ¿Están de acuerdo? Las preguntas se repetirán hasta que hayan intervenido varios cursantes y se haya aclarado para todos el concepto. Muchas veces pocos levantan la mano, por lo que entonces se señalará directamente a alguien en particular. Los maestros  y expositores, no deben cometer el error de aceptar la primera respuesta, sino que así ésta haya sido buena, seguir preguntando para que continúe activada la reflexión en el aula. Lo otro es hacer la clase alrededor de los más inteligentes, cuando en el salón la mayoría no tiene esa alta dotación.

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