Quizás el caso más emblemático y cercano en cuanto a esa enfermiza simpatía por los tiranos sea la “amistad” entre Gabriel García Márquez y Fidel Castro, algo que ni el propio Gabo supo explicar. Decía que Fidel era un buen contertulio sobre temas literarios y un lector enfebrecido con quien era placentero conversar; claro, y pescar aguja, tomar whisky, comprar arte del siglo XVIII cubano y conocer de los acontecimientos mundiales con fuentes ahítas de información privilegiada. Quizás fuese verdad, pero ese tipo de lector es frecuente en los alrededores de los vendedores de libros en el pasillo de Ingeniería de la UCV y ahí nunca lo vimos participando en las discusiones sobre el realismo mágico o el nuevo periodismo. Su identificación era con el poder, estar al lado del hombre que decidía sobre vidas y haciendas, libertades o servidumbres.
El enamoramiento de García Márquez con el totalitarismo siempre fue perdonado, invisibilizado. Sea por haber escrito Cien años de soledad, por montar una academia de “nuevo” periodismo en Cartagena o por ser tan simpático como era le dispensaron su papel como agente de la felonía cubana. Si alguien señalaba la obvia contradicción entre lo que escribía y lo que hacía, le recomendaban no mezclar el arte con la realidad, dos naturalezas “distintas”.
Rotos los vínculos vivientes, el poder de sus muchos amigos y protectores, aparecen cuestionamientos y preguntas sobre su papel como promotor del modelo cubano, no en balde fue uno de los primeros agente de Prensa Latina, la agencia cubana de noticias que requería un ejercicio militante de la noticia. Por mampuesto y obvia consecuencia, son señalados también los catedráticos e intelectuales que han ensalzado el régimen que, modelado en Cuba, mira tú, ha traído hambre, destrucción y muerte al pueblo venezolano. Y no solo nos referimos al poetica Edmundo Aray o al buceador Luis Britto García, que ahora anda de embajada en embajada de Venezuela en el mundo dictando cursillos elementales, obvio, de marxismo, sino a todos los que guardan silencio ante asesinatos, torturas, desapariciones, detenciones arbitrarias y demás crímenes.
En democracia, el poeta Víctor Valera Mora, igual que Pablo Neruda, por ingenuo, ignorante o pendejo, estaba en su derecho de cantarle a Stalin, era un cadáver y no podía seguir asesinando inocentes. Sin embargo, el público municipal y espeso también tiene todo el derecho de cuestionar el proceder de sus “intelectuales”, en especial cuando lo abandonan en los momentos de mayor peligro.
El silencio de los intelectuales nacionales es escandaloso e impúdico. El país no les exige que se inmolen, sino un elemental acto de entereza moral y cívica: alzar la voz ante lo que cada día ven sus ojos y querella su espíritu: militarismo de sobra, ausencia de libertad y falta de insumos para vivir: comida, medicinas y seguridad. ¿Acaso necesitan que le escriban el texto en Cuba, como ocurrió en 1988 cuando 911 firmas mediáticas le dieron la bienvenida a Fidel Castro?
En otros momentos históricos algunos admitieron su equivocación, como haber apoyado el plan guerrillero cubano para destruir el proyecto democrático venezolano, pero fueron muchos los que prefirieron mantenerse solapados a la espera de mejores tiempos y resurgieron avispados con el proyecto militarista de Chávez y de destrucción de la economía de Jorge Giordani. Vistos los estropicios perpetrados resulta imposible perdonarlos. Serán enjuiciados y condenados. Los espera el basurero de la historia. Vendo mapa de tesoro perdido y despalillado.