En su excelente último libro, How Democracies Die (Cómo mueren las democracias), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, emplean la experiencia internacional para analizar este tema. En casos recientes, como Hungría, Polonia, Turquía y Venezuela, o en más antiguos, como Italia, Alemania, Argentina y Perú, la democracia no murió porque un gobierno elegido hubiera sido derrocado, sino por obra de los líderes electos.
El modus operandi es sorprendentemente similar. Un demagogo populista elegido elimina o debilita los mecanismos de control y equilibrio de su autoridad socavando la independencia del Poder Judicial y de otras instituciones, restringiendo profundamente la libertad de prensa, desnivelando la cancha para que sea más fácil ganar elecciones, y deslegitimando y encarcelando a sus adversarios políticos.
Venezuela proporcionó muchas de las lecciones que citan Levitsky y Ziblatt: su democracia ya es un cadáver. La cuestión allí es cómo resucitarla, un desafío que se hace más difícil por la hiperinflación y la catástrofe humanitaria que vive el país. ¿Debería Venezuela postergar el restablecimiento de la democracia y enfocarse en destituir al presidente Nicolás Maduro y en reactivar la economía, o debería restablecer la democracia antes de abordar los problemas económicos?
Esta pregunta revela las contradicciones fundamentales de la democracia liberal, recientemente discutidas por Dani Rodrik. Al fin y al cabo, el liberalismo clásico se basa en la protección equitativa de derechos inalienables, como los relativos a la vida, la libertad y la propiedad, mientras que la democracia se basa en el gobierno de la mayoría, lo cual puede atropellar los derechos de las minorías, entre ellas, los capitalistas, los empresarios, y los altamente capacitados. Esto es lo que ha hecho Maduro, al igual que su predecesor, Hugo Chávez.
Históricamente, en Europa el liberalismo precedió a la democracia. Como sostiene en su libro Contesting Democracy (Impugnando la democracia) Jan-Werner Mueller, de la Universidad de Princeton, la combinación de estos dos principios, que ocurrió cuando se amplió el derecho a voto a fines del siglo XIX, generó un compuesto inestable. Por un lado, existe el peligro de lo que Fareed Zakaria ha llamado la “democracia iliberal”: gobiernos elegidos que no respetan los derechos civiles. Por el otro, existe lo que, en su libro reciente, Yascha Mounk, de la Universidad de Harvard, llama el “liberalismo no democrático”: regímenes que protegen los derechos individuales y la igualdad jurídica, pero que delegan las políticas públicas a entidades tecnocráticas no elegidas, como los bancos centrales y la Comisión Europea.
En la mayor parte de los países, el bienestar de la mayoría depende de que capitalistas, empresarios, administradores y profesionales estén dispuestos a organizar la producción y a crear empleo. Pero es improbable que dichas élites lo hagan sin que se protejan sus derechos civiles y de propiedad. Al organizar la producción a través del Estado, el comunismo se puede interpretar como el intento de no tener que depender de estas élites. Pero cuando se las excluye, se produce una escasez de capital financiero y de knowhow. Por lo tanto, uno de los principios básicos que forman el núcleo de la democracia liberal es el reconocimiento de los derechos que las minorías clave valoran y que son fundamentales para generar beneficios más amplios.
Lo sucedido en Venezuela se puede entender como un proceso de dos pasos, en el que primero se destruyó el liberalismo, para desempoderar a las élites productivas. Esto se logró eliminando en la práctica los derechos de propiedad, lo que produjo un enorme éxodo de quienes podían organizar la producción. No es casualidad que este proceso haya coincidido con un auge petrolero y un endeudamiento externo masivo.
La abundancia de dólares convenció a la camarilla gobernante de que el Estado podía reemplazar a la élite productiva a través de la nacionalización y otras formas de propiedad colectiva. En realidad, no la pudo sustituir, pero un torrente de importaciones baratas enmascararon la espectacular ineficacia de la producción estatal. Mientras duró el espejismo, el sistema pudo tolerar elecciones moderadamente competitivas: el país se había transformado en una democracia iliberal.
Pero en 2014, cuando se desplomó el precio del petróleo, la máscara se cayó, y la economía implosionó. Para diciembre de 2015, el electorado eligió una Asamblea Nacional con una mayoría de oposición de dos tercios, indicando así a Maduro y a sus secuaces que ni siquiera una democracia altamente iliberal sería suficiente para conservar el poder. En ese momento, Venezuela se convirtió en una verdadera dictadura.
Entonces, ¿cómo se resucita la democracia? Dada la crisis humanitaria, Venezuela necesita una rápida recuperación económica, la que es improbable a menos que los derechos de propiedad se restablezcan de manera creíble. Pero ¿cómo sería posible esto si las reglas las va a definir la mayoría de turno? ¿Qué impedirá que una mayoría electoral futura se vuelva a apropiar de bienes luego de la recuperación económica, como sucedió en Zimbabue durante y después del acuerdo de cohabitación, entre 2008 y 2013? Y ¿cómo podría el sistema crear derechos de propiedad relativamente permanentes sin al mismo tiempo proteger los derechos al botín que la narco-burguesía corrupta ha amasado bajo Chávez y Maduro?
Levitsky y Ziblatt advierten que la democracia exige que los competidores políticos se abstengan de actuar de un modo que sea demasiado poco cooperador. Un sistema de este tipo, basado en el reconocimiento mutuo y la tolerancia, se formalizó en Venezuela en 1958 mediante el Pacto de Puntofijo, el cual estabilizó la democracia por un periodo de 40 años, hasta que Chávez lo denunció y lo destruyó. Pactos como este no pueden reconocer organizaciones que se oponen a la democracia.
La democracia española desapareció en la década de 1930 debido a que fue imposible el sistema de reconocimiento mutuo entre fascistas, conservadores, liberales y comunistas. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la democracia en Alemania Occidental requirió de un proceso de “desnazificación” para desterrar la visión del mundo que había conducido al desastre. Como lo discute Frederick Taylor en su libro Exorcising Hitler (Exorcismo de Hitler), el rechazo de la ideología nazi en la sociedad no se produjo de la noche a la mañana, sino que exigió una acción política concertada. Después de todo, 25% de los alemanes occidentales en 1952 todavía tenía una opinión positiva de Hitler, y 37% pensaba que su país estaba mejor sin judíos.
De modo similar, hoy día en Venezuela será imposible restablecer la democracia liberal si se permite que el régimen actual regrese y expropie nuevamente. La recuperación de Venezuela depende de su capacidad de transformar la catástrofe de hoy en un conjunto de normas sociales nuevas de esta índole: “Nunca más volveremos a…”.
No sería la primera vez que en América Latina surgen tabúes nuevos a partir de ruinas económicas. En Perú, las lecciones de la hiperinflación de la primera presidencia de Alan García han servido de fundamento a 25 años de estabilidad macroeconómica, a pesar de que la estructura de partidos de ese país es débil.
En Venezuela, un aprendizaje social de este tipo será más difícil de lo que fue en Alemania. A diferencia de Hitler, Chávez murió antes de que cayera la máscara económica, lo que ha hecho más fácil denunciar a Maduro sin entender la relación entre las políticas de Chávez y el desastre actual.
A fin de cuentas, en Venezuela no puede haber una democracia estable si ella debe coexistir con un partido político totalitario grande, cuyo financiamiento depende de una élite corrupta que lava dinero. Y dicha coexistencia haría imposible una recuperación económica robusta o duradera porque limitaría la credibilidad de los derechos individuales. Para asegurar la democracia liberal, Venezuela debe exorcizar no solo el régimen y sus esbirros, sino también la visión del mundo que los puso en el poder.
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