“Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre.” (John Dos Passos)
¿Dejar un país? Nunca me lo había preguntado ni planteado, solo lo hago ahora. Pero dejar un país no es fácil. Cuando veía en mis revistas y libros los hermosos paisajes de lugares como Madeira, por ejemplo, me preguntaba cómo podía ser posible que el portugués emigrara dejando tanta belleza y cultura de milenios. Ignoraba en mi prosperidad y comodidad de otros tiempos la gran tragedia del que emigra: Deja su corazón sepultado atrás por sembrar sueños de un mejor porvenir adelante.
¿Qué sería yo de emigrar? ¿Que vería la tierra que me reciba? Ahora me planto ante esa posibilidad jamás soñada. Verían a un humilde funcionario laborando en algún museo o biblioteca, o quizá a un pequeño comerciante elaborando y vendiendo el mejor yogur casero del mundo, pues a mucha honra, ese es un oficio que domino con arte y pericia, pero yo sería mucho más que eso. ¿Y qué de mi espíritu? ¿Qué del perfil de mi corazón?
Sería el lugar donde nací, mi primera escuela y mis primeros maestros, los primeros libros leídos, las tumbas de mis padres. Esa la médula y sustancia de mi ser. Como buen guariqueño, sería paisaje llanero. Horizontes infinitos, cielos dilatados de mis amadas pampas. Mastranto y cují. Caños y lagunas. Babas y guabinas. Bandadas de loros y pericos. Blanca garza posada con gracia en pantano turbio. Canto del que ordeña, vaca ordeñada, queso recién salido de las quesera. Recipiente para el queso. Cuentos y leyendas de mi tierra. Y cantaría en el secreto de mis noches, en latitudes ajenas:
Deja para otra gente
el gozo de mirar picos abruptos,
y queden para ti las alegrías
de ver, al despertar, alba naciente,
y de abrazar con sólo una mirada,
de sur al setentrión. Y del ocaso
hasta el fúlgido oriente
la línea, el ancho lote, siempre al raso
de la tierra natal. (Lazo Martí)
O me haría eco del el bíblico salmista:
“¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;” (Salmo 136)
¿Y cómo llamar a los malos gobiernos que expulsan de su tierra a sus propios hijos en nombre de ideologías caprichosas y torcidas? ¿A los que corrompen las voluntades de quienes se quedan y llenan de tristezas los corazones de quienes se van? La respuesta que me dio un emigrante que salió en estos días del país fue devastadora, no la comparto porque debemos bendecir, pero aun así la transcribo:
“Muy simple: hay que llamarlos anatemas”
Daniel R Scott