Es innecesario insistir en lo que todos percibimos: el clima emocional del país y de la oposición es distinto al renacer de esperanzas que se vivió en enero de 2019.
Maquillar las causas de ese desplome anímico es negarse a oír lo que la realidad nos grita. Vivir es una proeza que desplaza la preocupación por la política y exige a la mayoría que dedique tiempo a asegurar su sobrevivir.
Es inocultable que aquel desafío, que le movió el piso al gobierno, formulado por Guaidó hace un año, ha perdido impulso y tiende a ser sostenido por una minoría de políticos, descalificándose y destruyéndose entre sí, divorciados de la problemática real de la gente.
El fanatismo ciega a los que quieren perder. Sustituir la realidad por nuestros deseos nos hace ver al revés: proclamamos que Maduro está débil, pero él despacha en Miraflores, mientras impide que la Asamblea Nacional sesione en el Palacio Federal.
Resistió la acometida de las sanciones internacionales y se sostuvo frente a intentos internos para derrocarlo.
En la esquina opositora no se puso empeño, más bien algunos dirigentes parecieron estimular desinterés, para evitar que el régimen impusiera el poder dual en el único espacio institucional dirigido por demócratas.
Disminuye la identificación con los partidos distraídos en un juego de sombras por el poder, desvinculados de su justificación social y de programa político alternativo. Frente a los déficit de la oposición, surgen las preguntas.
¿Quién perdió con una Asamblea Nacional partida en dos directivas y con el cuestionamiento y la disputa a la mayoría parlamentaria expresada en Guaidó?
Es un error torcer el camino: no se trata de cambiar la dirección de la oposición sino que la oposición cambie el rumbo de su dirección.
Si existe consenso sobre el fracaso de la estrategia en el 2019, ¿por qué insistir en repetirla en el el 2020? Modificar el orden del mantra no es cambiar la estrategia. .
No avanzaremos hacia el restablecimiento de los derechos dependiendo exclusivamente de sanciones y amenazas en manos de la comunidad internacional y aceptando pasivamente que la crisis de gobernabilidad de nuestro país sea una pieza en el tablero geopolítico mundial.
Esta alteración de la naturaleza dominantemente nacional de la lucha por la transición, trae como dura consecuencia una pérdida de soberanía sobre decisiones que deben ser acordadas entre venezolanos.
Un giro inicial requiere que Guaidó, el dirigente con más apoyo interno e internacional, sea quien efectivamente encabece una estrategia para superar tanto la visión extremista de la lucha como la equivocada pretensión de que la unidad exige hegemonía y exclusión de otros partidos y sectores opositores.
Trabajar por victorias es hacer lucha social. Demostrarle a la gente que la política es útil para contrarrestar las calamidades sociales que sufre. Vencer exige convencer al país de la importancia de derrotar al régimen en unas elecciones y convertir ese triunfo en el acto político que obligue a Maduro a aceptar la apertura de una transición pacífica, conducida por las fuerzas que hoy están en conflicto.
Es tiempo de unidad sin engaños y de negociar para detener la destrucción de Venezuela. Es tiempo de dar la batalla por elecciones limpias.
¿Hay acaso otra opción que no sea reiterar salidas de fantasía? A esa exigencia le hace falta líderes que la lleven a cabo en varios lados.
Simón García